Fausta Gantús

El mensaje que rindió el pasado 1º de septiembre el presidente Andrés Manuel López Obrador –porque el informe en realidad se presenta por escrito–, trasluce su evidente descreimiento en las instituciones. O quizá debo decir en realidad, su aparente desconfianza, porque lo que revela es la estrategia de acción en contra de aquellas que le resultan incómodas porque no las controla, que supone limitantes porque ponen freno a sus proyectos o que estima peligrosas, bien porque evalúan sus acciones y programas, bien porque son las que están integradas por –y forman– cuadros críticos que pueden cuestionar su gobierno. La operación de desacreditación que utilizó en su discurso anual, y de la que se vale cotidianamente en sus conferencias, comunicados y entrevistas, es selectiva pero no arbitraria, en tanto elige concienzuda y metódicamente, con total intención, sus blancos; es discrecional y excede los límites de sus atribuciones y facultades. En sus ataques no hay nada de azaroso ni de caprichoso, hay planeación y voluntad de menoscabar para luego poder destruir.

El uso del lenguaje y el formato oratorio –que va del cansino, entrecortado y vacilante tono de las mañanas a la ágil, fluida y firme entonación del 1 de septiembre– es igualmente escogido. No hay improvisación, es retórico a propósito –no en el sentido del arte del bien decir, sino en el de falto de contenido–: se trata de enunciar sin demostrar, de sembrar el rumor para cosechar la confusión, de confrontar y contraponer –desde información hasta personas– para polarizar y desatar el caos.

Así, casi al inicio de su discurso López Obrador sentenció: “También estamos transitando hacia una verdadera democracia. Se acabará en el sexenio la vergonzosa tradición de fraudes electorales. Las elecciones serán limpias y libres y quien utilice recursos públicos o privados para comprar votos y traficar con la pobreza de la gente, o el que destine el presupuesto para favorecer a candidatos o partidos irá a la cárcel sin derecho a fianza”. Una referencia más que pareció perderse en el mar de dichos del Presidente. Pero una referencia que no deberíamos ni debemos dejar pasar de largo. ¿Acaso no sé da cuenta (dudo que así sea) que al atacar a instituciones como el Instituto Nacional Electoral (INE) lo que hace es poner en duda la propia legitimidad de su cargo y de todos los cargos electivos en este país, los ocupe el partido que los ocupe? López Obrador parece, entonces, no creer ni en las instituciones ni en las leyes (salvo las hechas a medida) pero llegó al poder en el contexto de una democracia representativa, por tanto su invalidación del sistema constituye su propia invalidación. Las instituciones son las formas de organización que garantizan a una sociedad estructura y estabilidad. Destruir las instituciones es atentar contra la sociedad.

Ese dicho se suma a otras expresiones presidenciales, difundidas en distintos foros y momentos, en contra del INE. Quien cava bajo sus pies termina por hundirse. El INE, como la mayor parte de las instituciones, es imperfecto, pero no por ello inútil. Nos ha tomado varias décadas construirlo y mejorarlo y es hoy piedra angular en la legalidad y legitimidad electoral. Así hemos podido ser parte y constatar la alternancia en los distintos poderes –ejecutivo y legislativo– y en todos los ámbitos de nuestro sistema representativo –federal, estatal, municipal. Esto no es poca cosa y no se logra con varita mágica. Los mexicanos fuimos coadyuvando a levantar y aprendiendo a confiar en el INE, antes IFE, por varias razones: porque construyó un andamiaje legal y normativo, porque se conformó de manera plural, porque tiene autonomía, porque cuenta con mecanismos de supervisión y evaluación nacionales e internacionales, tanto para la realización de las elecciones como para las revisiones de las mismas, etc. Y, no lo olvidemos, y que no lo olvide el Presidente, porque en la organización de las elecciones también es un actor fundamental la ciudadanía –el pueblo, como gusta al mandatario decir – no sólo porque es el que vota, sino porque es el que contribuye a su realización y verificación.

Construir la confianza en la institución electoral tomó años; destruir esa confianza puede tomar solo unos minutos, especialmente cuando es socavada desde el máximo puesto de representación de este país. Paradójico, ¿no? Quien ha llegado al poder mediante elecciones organizadas por el INE pone en entredicho la credibilidad de la institución y, por tanto, la legalidad de las elecciones que ese instituto ha celebrado en sus años de existencia. Por tanto, es lógico pensar, cuestiona la elección misma que le dio el triunfo. Si será hasta este sexenio cuando se termine “la vergonzosa tradición de fraudes electorales”, tal afirmación supone que todas las realizadas hasta la fecha son falaces, por lo tanto ilegales, por lo mismo todos los políticos en un cargo de representación son espurios, incluido el presidencial. Cuidado con las palabras que elegimos y la forma en que nos expresamos. Lo que decimos es aquello en lo que creemos, por tanto López Obrador, al dudar de la honestidad de la institución electoral pone en duda su propia designación y, en consecuencia, su legitimidad.

La cuestión de fondo sobre la que hay que poner el foco es por qué se busca, o por qué busca el Presidente, con tanto ahínco destruir al INE. Y la destrucción de la confianza en la institución electoral, ¿hacia dónde nos conduce? O ¿hacia dónde espera que nos conduzca? Y, ¿por qué el Presidente aplica, y espera que todos los mexicanos lo secundemos, un criterio discrecional para aprobar y avalar unas instituciones y desacreditar, violentar y destruir otras? ¿Cuál es el rasero para estimar la credibilidad o no de las instituciones, cuál el fundamento para el proceder presidencial? Pareciera que los criterios personales y las pretensiones no reveladas de López Obrador son la medida.

Que lo dicho en su mensaje era un ataque velado al INE, en tanto no se mencionó su nombre, quedó claro pocos días más tarde, cuando el 4 de septiembre en una de sus cotidianas conferencias matutinas dijo, de nuevo sin aludirlo directamente, que es necesario “revisar el papel de los órganos electorales”, y ello basado en que son muy onerosos para el gobierno. Por si la desacreditación en términos económicos no resultara suficientemente convincente para algunos, puso en duda las bases mismas de la institución al agregar que en lo que toca a los organismos electorales es necesario “redefinir su funcionamiento” porque, esgrimió, “se han usado para cooptar, para tener maiceados a todos”.

Dejando de lado la pobreza del lenguaje y los dichos sin sustento, lo que alarma es la irresponsabilidad de tales afirmaciones y el rumbo que se pretende dar al país. Desafortunadamente, –quizá ante las presiones oficiales, las amenazas más o menos veladas del primer mandatario–los funcionarios del INE reunidos en el Consejo General, argumentando cuestiones de calendarios, han procedido alterando sus propias reglas al decidir prorrogar de manera excepcional por unos meses (hasta abril de 2020) la vigencia de las presidencias de ochos comisionados permanentes. Quizá sus razones sean honestas y válidas y en apego a la ley, pero en estos tiempos revueltos más valdría el respeto irrestricto de toda norma para no llamar a sospecha.

El ataque, como todos sabemos, no se limita al INE, está dirigido lo mismo a las universidades públicas que al Conacyt, al sistema de salud que al judicial, al Coneval que a los derechos ciudadanos. Casi para concluir su discurso el Presidente remarcó que “no estamos viviendo un mero cambio de gobierno, sino un cambio de régimen”. Podemos inferir que la destrucción de ciertas instituciones son las que posibilitan ese cambio de régimen. Pero, ¿cuál régimen queremos cambiar? ¿Quiénes lo quieren cambiar? Somos una república, democrática, representativa, laica y federal, ¿queremos dejar de serlo? ¿Y cuál será el régimen por el que hemos de sustituirlo?

En serio: ¿el Presidente de este país no entiende qué son y para qué sirven las instituciones? Difícil de creer. Pareciera que tan lo entiende que por eso busca destruirlas. La pregunta, hay que insistir es para qué, con qué fines, qué es lo que se persigue cuando se busca echar abajo todo el andamiaje institucional que sostiene a una nación. En este país, donde acostumbramos a leerlo todo en términos dicotómicos, binarios, es difícil hacer entender que las cosas son mucho más complejas, que no se trata de estar conmigo o contra mí, de ser bueno o malo, y que en el espacio público y político no todo se trata de ser adicto u opositor. Hay otra vía que es muy importante: ser crítico. Se es crítico por conciencia y convicción, no porque se apoye a alguien y se ataque a otro, no porque se espere una prebenda; se es crítico por una cuestión ética fundamental, ser crítico es estar interesado, estar inmiscuido, aunque se disienta. En tal sentido es que planteo mi análisis.

El discurso de la austeridad republicana, creíble al principio de su gestión, empezó, desde hace unos meses a mostrar su verdadera cara: la destrucción de las instituciones. En efecto, los sectores de salud, educación y ciencia, tanto como los organismos de medición, rendición o transparencia, entre muchos otros, han sido vulnerados argumentando para ello criterios económicos. Las instituciones nos cuestan quizá algunas “mucho” dinero, como insiste el mandatario. Pero entonces hay que hacer ajustes que permitan reducir costos sin afectar funciones, porque cuando la reducción frena o entorpece el trabajo y los objetivos que las motivan entonces hay que preguntarse qué es lo que realmente se busca, reducir presupuestos o éste es solo el pretexto para debilitarlas, primero, y eliminarlas, después.

El Presidente afirmó también que el Poder Ejecutivo “respeta las atribuciones y jurisdicciones de las instancias estatales y municipales, no se entromete en las decisiones de órganos autónomos [...], y se abstiene de interferir en la vida interna de sindicatos y partidos políticos”. El lenguaje nos define, nos constituye, nos construye. Somos lenguaje. Somos lo que decimos tanto como lo que hacemos. Palabras y acciones deben mostrar congruencia entre sí. Si quiere convencernos de que tal respeto existe hay que empezar por cuestionar con bases y ser claros y transparentes en los argumentos y razones. El Presidente debe empezar por respetar las instituciones que lo llevaron al poder y que hoy es responsable de preservar. Es cierto, llamar tercer al primer informa anual puede resultar irrelevante, pero no lo es tanto cuando lo que hay en el fondo es una provocación a las instituciones. Como provocación es el formato mismo del informe y el rendirlo ante sus invitados y “amigos” y no ante la nación representada en el Congreso de la Unión que es ante quien debe rendir cuentas.

Muchas de las afirmaciones presidenciales merecerían análisis detenidos, reflexiones profundas, refutaciones severas. Aún sobre lo que apuntamos al principio habría varias cosas más que agregar y sobre las cuales pensar: ¿qué se entiende por compra de votos con recursos públicos? ¿No serían eso los programas asistencialistas de adjudicación directa? En fin, que hay que cuestionar y analizar lo que está sucediendo para tratar de entender el país que somos hoy y la sociedad que estamos siendo.

Escritora e historiadora. Investigadora del Instituto Mora (CONACYT) y profesora de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Miembro del SNI, nivel II. Especialista en historia política, electoral, de la prensa y de las imágenes. Es autora de una importante obra publicada en México y el extranjero, entre la que destaca su libro Caricatura y poder político. Crítica, censura y represión en la ciudad de México, 1876-1888. Ha coordinado varios libros sobre las elecciones y sobre la prensa en el México del siglo XIX.

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