Los últimos conflictos, dimes y diretes que el Presidente ha tenido con legisladores norteamericanos tienen un claro origen. Por un lado, la actitud hegemónica de Estados Unidos y por otro la omisión, laxitud o franca complicidad de algunas autoridades mexicanas con la delincuencia organizada.

Envuelto en una cómoda, aunque desgastada retórica de nacionalismo, el presidente ha calificado de intervencionista a Estados Unidos. No le falta razón, los “halcones” más duros solicitan el ingreso del Ejército de Estados Unidos a México para combatir a los cárteles como células del terrorismo. Quizá porque los extremos se tocan, quienes así piensan resultan tan intervencionistas como el presidente mexicano cuando se entromete en la política interna del Perú y llama “espuria” a la presidenta Boluarte.

Estados Unidos no puede negar responsabilidades por el flujo incontrolado de armamento de alto poder que se vende libremente en sus armerías y que eleva exponencialmente el poder de fuego de las bandas criminales de México y en consecuencia agrava la violencia desbordada que padecemos.

En el fondo, el problema de México y Estados Unidos tiene un claro origen, el control de drogas —un asunto no sólo de la agenda bilateral, sino de dimensiones transnacionales, cuya salida no ha de estar en la confrontación.

Mejorar la eficiencia en el combate de México y EU al narcotráfico exige a sus dos gobiernos colaborar sin hegemonías, de buena fe y como países soberanos en la contención de la violencia de los cárteles, los verdaderos enemigos de la paz social y del Estado de Derecho. Sólo el desarrollo y fomento de una contracultura de las adicciones y su disminución en un plano hemisférico harán perceptibles los resultados, más allá de la política de reproches mutuos en la que se ha caído.

Sin un rápido replanteamiento de la cooperación en materia de narcotráfico, México continuará, por inercia, inmerso en la espiral de violencia cuyo saldo se acerca ya a 150 mil homicidios dolosos de 2019 a la fecha; seguirá también quejándose de los efectos del comercio y contrabando de armas de allá para acá; mientras que Estados Unidos lo hará por la invasión de sus calles con el fentanilo salido de los laboratorios clandestinos de los cárteles mexicanos en rápida expansión por la tolerancia que supone el tratarlos con abrazos.

Ambos gobiernos comparten omisiones y responsabilidades, pero trascender la diatriba y las mutuas culpabilizaciones es prerrequisito para la colaboración, único espacio político, jurídico y organizativo en el que ningún gobierno podrá ser acusado de proteger a los cárteles.

En paralelo, México necesita tener también un proyecto para controlar las conductas antisociales aparejadas a la delincuencia organizada. Homicidios violentos y otras actitudes delictivas contra niños y mujeres son la razón de que los expertos en materia de violencia consideren que en los últimos cuatro años la delincuencia organizada ha engrosado sus filas con más de un millón de nuevos integrantes.

Tamaulipas, Zacatecas, Morelos, Veracruz, Durango, Michoacán, Jalisco y Guerrero, entre otros estados, son ejemplo de lo que el Comando Norte del Ejército de los Estados Unidos considera territorios mexicanos copados por el poder de la delincuencia organizada. Gana de nuevo espacio en los comentarios internacionales considerar a México un “Estado Fallido”, sin vigencia de la ley ni respeto a la Constitución. Ni cómo negarlo cuando desde el propio gobierno se estudian las maneras de violar las leyes y la propia Carta Magna con legislaciones espurias como las del “Plan B” o las leyes en materia eléctrica.

El desarrollo de la sociedad se vuelve imposible cuando, a cada momento, es necesario defender o proteger a las instituciones de la demolición que conviene a la delincuencia, pero que promueve también, por acción u omisión, el propio gobierno.

Lamentable momento por el que atravesamos.

Notario, ex Procurador General de la República

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