No pocas veces este gobierno ha coqueteado con la idea de abolir la propiedad privada, asemejándose al populismo priista de los años 70, aquel en que abundaban las invasiones agrarias y cualquier extensión de tierra podía ser declarada ejidal para ser repartida entre los campesinos, volviéndola deficitaria e improductiva.

Fue hasta la década de 1990 que se abrió la puerta para que los ejidatarios pudieran ser propietarios, con dominio pleno de sus bienes: Se envió así un mensaje de seguridad jurídica que permitió un rápido ascenso, extensivo y vertical de la producción del campo, el cual sumado al TLC, exponenció las exportaciones convirtiendo la agricultura en una importante fuente de divisas que hoy supera los 30 mil millones de dólares.

En aquel entonces inició también un proyecto para construir vivienda en todo el país y convertir en propietarios a un amplio segmento de la población. Tener un techo propio resuelve una necesidad básica, pero otorga además una seguridad psicológica personal que genera arraigo, apego a las formas y cuidado a las familias. No en vano Santo Tomás y otros pensadores escolásticos consideraron que la propiedad privada es consustancial a la naturaleza humana. En la Grecia clásica sólo se consideraba ciudadanos a quienes tenían alguna propiedad, pues ello garantizaba que quienes tomaran decisiones buscaran el verdadero bienestar de la ciudad.

Entre las acciones de este gobierno contra la propiedad está el intento en febrero de 2019, cuando fue publicada la Ley Constitucional de Derechos Humanos y sus Garantías de la Ciudad de México, en donde se incluía un artículo (60) que impedía a propietarios de inmuebles desalojar a personas que hubieran invadido, ocupado y estuvieran habitando un inmueble sin consentimiento del dueño, es decir, daban manga ancha a la impunidad. En aquel entonces la presión mediática fue tal, que tuvieron que dar marcha atrás y reformar dicho artículo.

En julio del mismo año existió una iniciativa de ley, promovida por los alcaldes morenistas de Álvaro Obregón y Miguel Hidalgo, que pretendía extinguir el dominio de los inmuebles en los cuales se hubieran quebrantado los sellos de clausura, una medida totalmente desproporcionada. Y qué decir de la Ley Nacional de Extinción de Dominio, que se publicó en agosto de ese mismo año, y que permite al Estado vender la propiedad inmobiliaria aún cuando no se haya dictado sentencia contra el propietario, es decir, sin siquiera haberse demostrado la culpa.

También se cuentan las expropiaciones llevadas a cabo por este gobierno, la más reciente hace unos días, una planta de hidrógeno en Tula, expropiada a la empresa Air Liquid. O las amenazas expropiatorias hechas en octubre del año pasado a la empresa Vulcan Materials, en caso de no llegar a un acuerdo económico (aun si el “desacuerdo” no sea asunto de utilidad pública).

Y qué decir de las miles de hectáreas que fueron expropiadas en el sureste del país para la construcción del Tren Maya; los tramos ferroviarios en Veracruz, el apoderamiento de fideicomisos creados en beneficio de la población como el FONDEN o las declaraciones presidenciales en mayo del año pasado cuando presumía que el gobierno había ya realizado al menos 500 expropiaciones.

Claramente este gobierno no se distingue por ser partidario del derecho humano a la propiedad. La palabra expropiación fue un sustantivo frecuente en el léxico de Chávez, Castro y la 4T, ahí están las declaraciones de funcionarios de la 4T incitando en innumerables ocasiones a que se expropien empresas.

El sello de este gobierno ha sido, desde que arrancó, la demolición de la Constitución, del Estado de Derecho, de las Instituciones y del Derecho a la Propiedad Privada. No es exageración, hay historias de terror de propietarios en Cuba y Venezuela, no sólo despojados sino encarcelados y asesinados. También en esos casos, cuando los críticos advirtieron lo que ocurriría, hubo indiferencia, pero el tiempo les dio la razón.

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