Hasta 1957 fue inexistente en los contratos laborales del Distrito Federal el pequeño detalle de pagar transportes, cuestión que, en el caso de un vendedor, mensajero, inspector, etcétera, se convertía en una pequeña fortuna anual pellizcada a su sueldo.

Sería a partir de los años 40 cuando incluso los trabajadores de planta comenzaron a hacer cuentas de cómo hubieran podido canalizar esos quintos y pesos utilizados en llegar hasta la fábrica ubicada en el quinto infierno.

No se trataba de codera, sino de matemáticas básicas. Si un obrero que ganaba 500 pesos debía invertir cinco diarios en transportarse a su lugar de trabajo, en un mes habría gastado casi una tercera parte de su ingreso en camiones y trolebuses.

Lo grave eran esas ofertas de empleo para vendedores, comisionistas y agentes de promoción que ofrecían sueldos atractivos, de las cuales, los contratantes informaban al último al trabajador que el dinero de apoyo para los pasajes estaba incluido en el total del salario. Muchos aceptaban a la bartola pero, con el paso de los meses, comprendían que el trajín diario de entregas y visitas a clientes mermaba hasta en 50% su ingreso real.

A finales de los años 40, un columnista publicó los comentarios de varios trabajadores que exhortaban a las autoridades a incluir dentro de las leyes laborales la obligación de los patrones a entregar dentro de los salarios una cantidad destinada a los pasajes, sobre todo en aquellas actividades que requirieran de más de dos traslados al día para asuntos de la empresa.

Poco a poco, por presión de los sindicatos incluyó esta demanda dentro de los contratos laborales. Lo malo, como afirmaba un experto en asuntos administrativo, era que los tejemanejes de las nóminas tenían muchas oportunidades para excluir el dinero destinado a transportes del último saldo que aparecía en el sobre.

Aquello dio pie a que tanto en las empresas privadas como en las instancias públicas se hiciera uso de los famosos “vales azules”, que eran un documento estándar para ser cambiado a cualquier hora por efectivo en la caja de pago.

Si había que entregar un pedido de emergencia, unos documentos, llevar una póliza de último minuto a un cliente o recoger un paquete, la secretaria del jefazo, personaje que junto con Dios padre era y sigue siendo la figura más influyente y omnipresente de la oficina, autorizaba con un sello el vale y rápidamente se solucionaba el problema.

Lo malo es que muchos mandamases corruptos (¡qué raro!), sobre todo aquellos que casi no abundan en nuestras instancias públicas, comenzaron a hacer de los vales para pasajes el bono extra para pagar sus comidas y cantinazos. A principios de los años 50 aparecieron en éste y otros diarios las primeras indagaciones sobre el mal uso que se hacía de los vales de transportes para cargar al erario los chistecitos de unos cuantos.

Llegada la década de los 70, el negocio de los pasajes ya había sentado sus reales en las secretarías y eran tantos los desvíos de fondos que los auditores públicos terminaron por apapachar las corruptelas, marcando como “gastos diversos” a los faltantes de caja. La pregunta obligada de este espacio: ¿seguirá ocurriendo?

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