Algo huele a podrido en nuestro sistema de justicia. Lo dijo el Presidente de la República la semana que transcurrió, cuando señaló con toda razón que el Consejo de la Judicatura no ha estado a la altura de las circunstancias.

La justicia es el gran tema olvidado, incluso dentro de la 4T, que no ha entendido que no puede haber justicia social sin justicia a secas. Ni el presidente López Obrador ni la jefa de gobierno en el ámbito de la ciudad, le han dado al asunto la relevancia que merece.

No hay una verdadera reforma judicial y la que ha promovido Arturo Zaldívar se ha quedado muy corta.

La realidad es que en México existe todavía un mercado de la impunidad. La justicia es un negocio, donde se venden sentencias, medidas cautelares, amparos. Un sistema dominado por grupos de poder donde se premian lealtades perversas y las conductas honestas llegan incluso a ser castigadas.

Esto lo vivió en carne propia una magistrada de circuito que despachaba en Cancún, quien reveló en el programa de Carmen Aristegui una experiencia dramática que ilustra las dificultades que representa desempeñar la profesión con honestidad, sin someterse ni doblegarse ante las presiones de esos grupos.

Elba Sánchez Pozos fue asignada al Tercer Tribunal Colegiado en Cancún en noviembre de 2018 y al poco tiempo se topó con uno de esos grupos, protegido —según su testimonio— por el presidente de la Corte —quien a su vez lo es del Consejo de la Judicatura— y por su hombre fuerte allí, Carlos Alpízar.

La historia comenzó cuando en abril de 2019, dos de los integrantes del Tribunal, presidido por Selina Haidé Avante Juárez —cercana a Alpízar, según el testimonio—, decidieron liberar sin sustento legal a una persona que estaba presa, siguiendo una motivación que se antoja más metálica que lógica, para citar al clásico de las mañanas.

Para ello, los magistrados habrían fraguado una operación que atropellaba la normativa procesal: simularon una sesión, excluyeron a la magistrada Pozos porque sabían que no podían contar con ella para semejante ilegalidad, y luego todavía le enviaron la sentencia exigiéndole que la firmara.

La magistrada no solo se negó a ello, sino que tuvo el coraje de dirigirse a Arturo Zaldívar para denunciar lo sucedido. Lejos de encontrar su apoyo, la magistrada jamás recibió respuesta del ministro presidente, siquiera una notificación.

Peor que eso: Para septiembre de 2019 ya le habían fabricado 16 denuncias por acoso, unos días después el Consejo de la Judicatura le anunciaba su traslado a Culiacán —castigo evidente para cualquier juzgador, por la presencia del crimen organizado— y más tarde la suspendían por un año.

Supuestamente la decisión fue tomada por un área encargada de las investigaciones y responsabilidades administrativas (la UGIRA) que tiene “autonomía técnica y de gestión” (¡cómo les gusta el lenguaje pomposo y lleno de mentiras!), pero la realidad es que su titular estaba sometido por completo a la autoridad de Alpízar, y en consecuencia de Zaldívar.

Lo dramático de la situación, me explicaba la magistrada, es que para los jueces prácticamente es como si no existieran los derechos humanos. No tiene otra instancia a la cual recurrir. De hecho, la CNDH no puede conocer su caso y rechazó hacerlo.

¿Sabes qué no es manipulable en la institución? —me dijo cuando le pregunté por la forma en que se llevan a cabo este y otro tipo de procesos en el Consejo de la Judicatura— “Nada, porque absolutamente todo lo es”.

www.hernangomez.com.mx
@HernanGomezB


 

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