Este año, la escandalosa desconexión entre la realidad y las negociaciones políticas ha marcado de manera indeleble la 25ª Conferencia de las Partes en la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP25).
Afuera del recinto de conferencias -en el mundo real- los afectados climáticos lidian con fenómenos metereológicos extremos1 y las consecuencias que dejan a su paso. Por ejemplo, sólo durante las dos semanas que duró la COP25, el tifón Kammuri cobró la vida de 17 personas en Filipinas2; en Madagascar fueron 9 y 1,400 perdieron su hogar por el paso del ciclón Belna3; en Sudáfrica, al menos 700 casas fueron arrasadas por las inundaciones cerca de la capital Pretoria4; Zimbawe5 y Zambia6 eran golpeados por las peores sequías; en Australia, 2,7 millones de hectáreas fueron devastadas por el fuego7; y en las Islas Marshall, el dramatismo de las consecuencias derivadas del cambio climático se corporeizó en 200 personas que se han visto obligadas a abandonar sus hogares por el crecimiento del nivel del mar que amenaza con tragarse su país8.
También afuera, 500 mil personas tomaron las calles de Madrid el 6 de diciembre para exigir medidas más drásticas dirigidas a mantener el calentamiento global dentro de niveles seguros para la vida en el planeta. Estas personas se suman a las casi 7 millones que durante 2019 se movilizaron en miles de ciudades del mundo, haciendo eco al llamado de las generaciones más jóvenes, las que menos responsabilidad tienen sobre el problema pero que tendrán que lidiar con él a lo largo de sus vidas.
De manera contrastante, dentro de los salones de negociaciones la política climática quedaba contaminada por los intereses de la industria de los combustibles fósiles y bloqueaban cualquier avance digno de estar a la altura del reclamo ciudadano. Mientras esos intereses sigan permeando en las élites gubernamentales, nunca lograremos un acuerdo global para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero en la dimensión que lo recomienda la ciencia en sus reportes y lo exige la ciudadanía en las calles.
La demanda es clara: para detener la velocidad del cambio climático y alcanzar el punto de no retorno, se requiere dejar de producir y consumir petróleo, gas y carbón. Por eso la revolución energética que viene planteando Greenpeace desde 2007 es impostergable.
Sobre el tema crucial de la ambición necesaria para mantener el aumento de la temperatura global del planeta lo más abajo posible de 1.5 grados centígrados para fines del presente siglo, los países no
llegaron a un acuerdo. Eso significa que aún queda mucho espacio para que los intereses de la industria de combustibles fósiles sigan imponiéndose en la agenda gubernamental, por encima de la vida de las personas y del medio ambiente.
Ante los resultados inaceptables de la COP25, se hace aún más necesario elevar el volumen de la alarma y emergencia climáticas para despertar a los gobiernos del hipnotismo al que están sujetos por parte de la industria y grupos de poder afines a los combustibles fósiles. Continuar con la narrativa de que la industria de los hidrocarburos es la palanca del desarrollo de un país y del bienestar de su población es insensato y socialmente irresponsable en un contexto de crisis ecológica como el que estamos atestiguando.
En la COP25, una vez más la política (climática) fue rebasada por las movilizaciones ciudadanas y muy distante de la realidad. No obstante, en términos de cambio climático el 2019 nos deja algo muy positivo: la contundencia del desgarrador reclamo que exige mayor agresividad para reducir emisiones contaminantes. La demanda está dirigida de manera fundamental hacia las autoridades gubernamentales y hacia ese pequeño -y al mismo tiempo poderoso- grupo económico representado por la industria de los combustibles fósiles, llámese Shell, Exxon, BP, Chevron o Pemex.