Desde los altos minaretes del Palacio, donde observa a la realidad recalcitrante, el Supremo Líder —luz en la noche, faro en la tormenta, árnica en el morete— peroró de nuevo —la ceja enhiesta, el dedo erguido, la lengua funcional— contra el egoísmo, el individualismo y el mercantilismo, trío nefasto que entona la serenata de la desgracia humana.

Estuvo muy lindo. Sobre todo porque recién había enviado un manifiesto convocando a las naciones de la Tierra y a la humanidad en general a ser buenas, a no desear bienes materiales y a gozar de la verdadera felicidad que consiste en estar en paz con lo que viene siendo la conciencia de uno, ideas a tal grado lindas que ya se habla de otorgarle por lo menos un Nobel de la Paz.

En México, los peores egoístas, individualistas y mercantilistas son los médicos, avaros inversionistas del dolor que explotan a las masas querulantes, mercantilizando un saber que debería nacionalizarse para ponerlo al servicio de la Patria, hoy infectada pero nunca infecta.

Nuestro Líder Máximo, médico de almas en consultorio gratuito, aborrece el “mercantilismo”, ese enemigo de su fantasía de transformar a México en un paraíso igualitario, alejado de la abominable “lógica de mercado, mercantilista, en donde [sic] se privilegia la venta, el consumo, la utilidad, la ganancia, la rentabilidad, que es una lógica distinta a la que tiene que llevar a cabo el gobierno” (como dijo hace poco).

Está ya claro que a eso se refiere el Gran Investido cuando habla del “cambio de régimen” (es decir al “sistema político por el que se rige una nación”, como dice el diccionario). Pero entre los mexicanos ese “régimen”, ese sistema político, está bien definido en la zarandeada Constitución que el Primer Mandatario juró públicamente guardar y hacer guardar.

Pero si su “lógica” odia al mercado, ¿por qué juró entonces guardar una Constitución democrática, representativa, laica y liberal que promueve al mercado? ¿Una que considera como “derecho fundamental” la libertad de empresa, la posesión de bienes y capital y propiedad privada y hasta le ordena al Estado proteger y aumentar las condiciones que propicien esos derechos e impida conflictos que los amenacen? ¿Por qué juró hacerla guardar si aborrece lo que guarda?

La gente (y menos aún los médicos) no debe tener capital, no debe acumularlo ni acrecentarlo; la gente no debe producir mercancías ni venderlas, mucho menos con ganancia; no debe mercantilizar sus habilidades ni sus saberes; no debe, en suma, hacer dinero ni crear PIB ni nada. Debe ser feliz imitándolo a Él, que ni tiene nada ni nada quiere sino estar en paz con su conciencia y que si no fuera por su Alta Investidura dictaría sus mañaneras sin camisa, como el hombre feliz de Tólstoi.

No es infrecuente que los guías de la Patria odien ese “régimen” constitucional laico, liberal y capitalista, por lo que a veces lo desguardan y se ponen a privatizar y nacionalizar; o como Narciso Bassols, cuyo “pensamiento” parece estar cada vez más en sintonía con el “pensamiento” del actual Pionero Plenipotenciario y que era otro que se jactaba de no tener casa ni coche ni cuenta de cheques y hasta de devolverle a Hacienda parte de su salario.

Bassols, otro que aborrecía a la ciencia teórica no proletaria; ese que decretó que la educación fuera “socialista” para que el pueblo aprendiera a odiar la injusta distribución de una riqueza cuya creación, oh paradoja, defendía la Constitución.

Jorge Cuesta, famosamente, adjudicó en 1935 esa paradoja a “un régimen místico y evangélico”, al oscurantismo propio de la “autoridad sobre las conciencias” que el gobierno asume cuando se proclama la encarnación “de un privilegio sobrenatural y religioso del Estado”; cuando le otorga “una significación sagrada a la autoridad que ejerce, a fin de poner su derecho a ejercerla por encima de la razón”, un fascismo contrario a la Constitución.

En efecto: nuestro actual Mesías escogió ser pobre y no mercantilizarse. Que haya compatriotas enfermos del virus de tener utilidades exige vacuna, demanda otra lógica: un verdadero “cambio de régimen”.

¿Para allá vamos? Los únicos que podrían detenerlo ya son sus parientes inversionistas, los empresarios aliados a su proyecto, sus legisladores y sus publicistas y sus secretarios de Estado mercantilistas que medran para financiar concubinas, adquirir propiedades, curarse en hospitales privados y meter a sus hijos al Liceo Francés para que aprendan a ser pobres.

No hay de otra: confiemos en ellos.

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