Revive la esperanza como factor en el diseño de la política pública: ahora está encargada de los más tristes municipios. Recordé haber escrito algo cuando en 2001 el entonces Jefe de Gobierno proclamó que la de México era “la ciudad de la Esperanza”. Ahora que es Gobierno de Jefe, la esperanza, por desgracia, aumenta.

Mi archivo muerto regurgitó eficiente aquel escrito, “La esperanza me cae gorda”: Me apenó tanto lo que dice como cierta precisión de Nostradamus. Me intrigaba que por decreto se entregara el destino de millones a algo que, como la etérea esperanza, sólo es proporcional a un desastre concreto. Encomendarse a la esperanza tiene algo de gracejada cruel y entusiasmo beato, me dije. Hacer de la esperanza medida del futuro es como cruzar un plan económico con visitar un santuario.

Escribí hace casi 20 años que a la esperanza la define su voluntad de desaparecer, su índole transitoria: AMLO prefiere institucionalizarla. No sólo tiene esperanza en su calculado destino sino poder para ordenarle a millones que lo compartan. Un gobierno promotor de la esperanza reconoce tácitamente que no requiere socioeconomía: le bastan la fe pródiga en panes y peces. Temo a lo que esto pueda conducirnos. Hay demasiadas resonancias históricas de resultados poco gratos. La esperanza supone una dialéctica: promoverla implica la certidumbre de que algo concreto habrá de reemplazarla, y, en nuestra historia, ese algo siempre sirvió para necesitar más esperanza aún.

El futuro es el territorio natural del
demagogo, una zona en perpetua inminencia hacia la que acarrea a la turba melindrosa con la luz de su carisma o, en el mejor de los casos, de su pericia. El demagogo no imagina un futuro hacia el cual pastorearnos: él ya está en ese futuro, él es El Futuro y azuzar al pueblo hacia donde él nos espera fortalece el presente de su ambición.

Sostener que estamos en “la ciudad de la esperanza” me parece la ritualización política de la cursilería. Algo parecido dijo Carlo Emilio Gadda de las tácticas de Mussolini para manipular multitudes. Porque quien propone a la esperanza como praxis política no sólo asume que a él le sobra, sino que la encarna. Esta capitalización de la mexicana tendencia a depositar en las potencias celestiales la solución de sus afanes no es ajena a la imagen que confecciona AMLO: una mezcla de Robin Hood y San Francisco de Asís. Porque algo hay de apostólico en todo esto: la obvia voluntad de ser el guía; ese tufo a tartufo de quien por ufanarse en público de sus imaginarias virtudes, concluye que son auténticas.

Así, la exhibición de su discreto automóvil Tsuru es la ostentación de su modestia; el espectáculo cotidiano de su horario de lechero es el show de su tesón; la voluntad de convertir al pueblo, por medio de sus plebiscitos, en el aval público de sus deseos privados no sólo es la banalización de la democracia, sino la advertencia de su autoritarismo. Destilado de virtudes machaconas, su inquietante liderazgo combina magisterio ejemplar con ternura efusiva, la bravata y el mesianismo, la arenga y el sermón: su perenne estar en una unipersonal asamblea resolutiva urgente.

Y todo apuntalado en la “esperanza” de la reivindicación histórica y sus ingredientes tópicos: el populismo y el chovinismo; la denuncia de los enemigos del pueblo; el abrazo a toda teoría de la conspiración; el rechazo instintivo a las reglas del juego económico; el antiintelectualismo en sus apologías de “la claridad y la sencillez”; su superior autismo moral. Y, claro, el empeñoso “acompañar al pueblo” de la década de los 30, de tan tristes memorias: el líder que oficia ante el pueblo descamisado (o esperanzado) la cotidiana ceremonia de derrotar al infame burgués.

En este sentido, para el jefe de gobierno la esperanza es el administrable deseo de cobrarse cuentas pendientes. “Esperanza” es el nombre sentimental de su idea de la justicia histórica. La esperanza es el nombre decente de su deseo de venganza; el apetito justicierista convertido en conducta y mercadotecnia electoral. Desde el usufructo privatizado de la esperanza, el demagogo convoca a su pueblo: Conciudadanos, dadme vuestro voto. Nadie mejor que yo os conducirá hacia lo inconseguible.

Hubo quienes se enojaron cuando escribí todo lo anterior en 2001, hasta algunos amigos. Mi única esperanza es que ya me hayan perdonado…

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