Me recuerdan estos días agostinos que cumple 70 años mi amigo Adolfo Castañón , escritor en prosa y verso, editor ejemplar y bibliómano superior; un hombre que ha vivido para culminar en libro y verdadero hombre libro él mismo, ahora con su rostro septuagenario de portada clásica, sus cabellos y barbas de obra completa, su catadura de biblioteca ambulatoria y sus ojillos de colofón.

Nos sumamos a esta fiesta las muchas personas que hemos sido tocadas por sus afanes múltiples, quienes lo seguimos como escritor pero también como organizador de lo escrito y propiciador de lo escribible: hombre orquesta que a veces la dirige con su discreta batuta, a veces es su solista virtuoso, o el maestro del coro, el percusionista o el afinador del piano.

Y se suma a su propia celebración con orgullo ponderado ante su arribo “a la edad bíblica, la de la tijera y de los reconocimientos”. Así dice en “A la luz de siete décadas” (en literalmagazine.com), preciosa síntesis en la que narra haber dedicado su vida a “reseñar, traducir, editar, escribir, reescribir, leer y releer obras de autores mexicanos, hispanoamericanos, españoles, europeos” y que “entre tanto y casi a escondidas, he sido feliz”. Lo celebro: un brindis tan breve como difícil de ameritar.

Me entero también de que acaba de publicar En una nuez: guía de mis libros (1977-2022), inventario de los muchos que ha publicado desde 1977, cuando apareció Fuera del aire en “La máquina de escribir”, la legendaria microeditorial de Federico Campbell, y hasta el más reciente, George Steiner: lectura y catarsis, que verá la luz en estos días. No es vanagloria que un escritor tan prolífico haya emprendido ese registro de sí mismo, hecho en buena medida de los registros que, como crítico o traductor, ha hecho de los libros de otros: para el hombre-libro ordenado que es Castañón, la bitácora de los que ha hecho equivale al autorretrato o la autobiografía de otros.

Pero así es Adolfo: encontrarse con él suele incluir que, con sus buenas tardes, recibamos también un nuevo libro, el que puede analizar las ideas de Montaigne, Alfonso Reyes, Octavio Paz o Steiner, sus penates, o el que aporta una guía del viajero ilustrado o un nutritivo recetario de culinaria literaria… Cierro dejándole la palabra, como siempre:

“Haber leído y haber viajado, haber trabajado y conocido la vida y la muerte, las auroras y los eclipses me ha llevado a ser, casi sin darme cuenta, un guía. A pesar de no haberme dedicado a la enseñanza formalmente, he practicado el arte de la conversación y he terminado dando lecciones a otros con mi hacer, con mi forma de hacer.” “Para mí, el movimiento de la escritura va de lo privado a lo público, pero tiene en medio y en los intersticios unas pausas laboriosas que forman parte del hospitalario entrenós del escribir, del placer de escribir, de leer y de hacer que la letra tenga cuerpo. Esa fragua, esa cocina ha sido una de mis pasiones. Pero todo esto lo he hecho casi en secreto, sin levantar la voz, como a escondidas, como quien participa en una conjura o se confabula alrededor de una trama clandestina mientras afuera caen el sol o la lluvia, pasan la tolvanera, la canícula o el eclipse.”

Bien dicho.

Un maestro mutuo dijo que la amistad “es un río y un anillo”; que “la amistad es más real: un día la fundamos, los otros lo confirman. Lo sabemos: pasamos, nos quedamos y somos la medida, los latidos que ritman el fluir de su música”…

Amistad fundada y confirmada. Salud, amigo.

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