“Si tienes la sensación de que hablas como un loro es que no te has explicado a ti mismo lo que quieres decir”. He acomodado a mi gusto algo que escribió Simone Weil en su ensayo sobre el amor. ¿Quieres que te comprendan? Pues sería bueno que comenzaras por comprender lo que intentas decir. En los años ochenta, en Madrid, le decían loros a las ancianas que no cesaban de hablar. Las mirabas en las mañanas y al atardecer suspendidas levitando en las aceras encima de un montón de chismes y entrelazando sus lenguas como si no quisieran marcharse solas a la otra tierra. Un derecho legítimo sostenía su jerigonza: habían criado y sido el sostén moral de una familia numerosa poblada por necios, holgazanes, zafios y uno que otro ser agradable e inofensivo. Quienes no hemos tenido hijos merecemos el reconocimiento inmediato de todas las naciones y una pensión vitalicia. Tómenlo como una renta que deben pagarnos por el espacio que hemos dejado de ocupar.

“Lo que no podemos dejar de decir, eso es lo que somos”, me espetó un amigo que vive en mi imaginación. “¿Somos un sinsentido?”, le preguntaría, pero él duerme casi todo el tiempo y además no responde a cuestionamiento alguno. Le parece anacrónico e inútil. Se hila conversación; o no se hila. Fue también en los años ochenta cuando escuché por primera vez el concepto de posmodernidad. Lo rechacé, pues sospechaba que aquello no era más que otro ardid de la modernidad para intentar revivir a las vanguardias. Sin embargo, después de leer a Lyotard, Vattimo y a otros pensadores comencé a comprender que no estaba ante una broma. La posmodernidad nos declaraba loros a todos los seres sobre la tierra: loros parloteando sobre las ruinas del sentido y de la verdad de las cosas.

La fe no basta en un escenario así. No basta si uno quiere ingresar a la pandilla humana sin aniquilar la escasa armonía civil. Es necesario reconocer la fe de los otros e hilar conversación. Hasta los loros debemos tener paciencia y hacer acuerdos. El doctor y escritor Arnoldo Kraus lo expresaba en estas páginas hace quince días cuando escribió sobre el Creacionismo . Ser absolutamente fiel a una idea de cómo es el mundo no tendría que imponerse sobre ideas que le son opuestas. John Dewey, el filósofo estadounidense, fue una especie de profeta en estos menesteres. Haber leído y valorado tanto a Nietzsche, al matador de dioses, no le impidió proponer la educación del rebaño para que no cometiera tropelías y pasara encima de nosotros, los seres pacíficos e inclinados a la mesura. Escribió Dewey: “La noción tradicional del gran hombre, del héroe, es perjudicial. Fomenta la idea de que algún ‘líder’ va a mostrar el camino y que los demás deben seguirle”.

El rebaño cibernético posee demasiadas herramientas, pero un conocimiento escaso del pasado. Así que es manipulable y su moral va siendo moldeada por la empresa poderosa que encuentre la oportunidad de hacerlo. Ese rebaño inventa todo otra vez, y cree que su paso o trote dejará historia . Es sospechoso que quiera hacer historia quien no mira hacia atrás. Es ridículo al menos. Comprender a fondo lo que queremos decir es inútil, aunque vale siempre la pena intentarlo. La pregunta de Lyotard continúa latiendo: ¿cómo es posible que un individuo conozca todo y dicte reglas irrebatibles más allá de sí mismo? Quise preguntarle eso al querido amigo que habita en mi imaginación, pero lo encontré muerto en mi mente. Al menos tuvo la amabilidad de dejar una nota que decía: “Me suicidé porque yo sí le temo a la muerte”.

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