A finales del año pasado cumplí 50 años como profesor universitario. Normalmente, en un “Día del Maestro” debería estar en una ceremonia solemne en la Universidad Nacional Autónoma de México. No quisiera dejar pasar la fecha sin compartir un breve recuento de esos años.

Mi primer contacto físico con la UNAM fue en 1952, tenía siete años y era la inauguración del Estadio Olímpico de Ciudad Universitaria, inauguración a la que acudí acompañando a mi padre, egresado de la Facultad de Medicina, para ver un “clásico” del futbol americano entre los equipos de la UNAM y del IPN. Juego memorable en el que los “unamitas” resultaron vencedores. Aún recuerdo con emoción esos breves minutos en los que las antorchas que iluminaban la tribuna Politécnica en señal de triunfo se trasladaron a la tribuna Universitaria.

Poco tiempo después visitamos el campus y tuve la oportunidad de sorprenderme ante la magnificencia de esa obra maestra de la arquitectura mexicana y de los murales de la Biblioteca Central, cuya riqueza plástica y conceptual me maravillaron.

Desde esas visitas supe que no podría estudiar yo más que en ese lugar y que mi vida quedaría indisolublemente ligada a la UNAM. En 1964 ingresé a la entonces Escuela Nacional de Ciencias Políticas y Sociales para estudiar Sociología.

En esos años, quizás de los más brillantes de la joven Escuela, tuve el privilegio de formarme con algunos de los mejores maestros de las Ciencias Sociales de la época, destaco entre ellos a quienes fueron determinantes en mi formación y vida profesional: Enrique González Pedrero y Víctor Flores Olea.

En esos años, la Escuela de Ciencias Políticas era excepcional en muchos sentidos. Para empezar, era pequeña, mil 200 alumnos aproximadamente en un edificio con arquitectura de influencias orientales que la asemejaba más a un kindergarten que a una escuela de educación superior.

Tuve por supuesto magníficos compañeros de generación, muchos de los cuales habrían de destacar en la vida profesional y a quienes no menciono por temor a caer en omisiones.

Lo más destacado académicamente eran los llamados Cursos de Verano y de invierno, a los que solían acudir las personalidades más sobresalientes del pensamiento político y social de la época; en esos cursos tuve la oportunidad de escuchar en vivo a: Herbert Marcuse, Erich Fromm, Eric Hobsbawm, Susan Sontang, Carlos Fuentes y Luis Villoro, entre otros brillantes intelectuales.

Me tocó vivir como estudiante en 1968, año que, como a todo México, me cambió la vida y conocí a un gran maestro universitario: Javier Barros Sierra. En ese entonces yo quería ser profesor universitario para defender la libertad con las armas de la razón y la inteligencia.

Al graduarme intenté irme a estudiar a París, pero por diversas circunstancias mi primera estancia en esa ciudad fue un proyecto fallido y regresé al poco tiempo. Afortunadamente, Enrique González Pedrero, de quien había sido ayudante, me ofreció una plaza de profesor. Más tarde concursé por la definitividad y el tiempo completo. Ese mismo año, Víctor Flores Olea fue designado director de la Escuela, y en consecuencia me invitó a colaborar con él en calidad de secretario de Servicios Escolares.

En esa época tuve la oportunidad de sumarme a un grupo de jóvenes profesores, algunos de los cuales regresaban del extranjero después de realizar estudios superiores bajo el Programa de Formación de Profesores, que iniciara la administración del rector Ignacio Chávez. De esa generación de colegas habrían de destacar varios de ellos en la investigación, la docencia y en la vida política.

En esos primeros años tuve la oportunidad de aprender a ser maestro, de experimentar el placer, el gusto de compartir ideas, de discutirlas, de polemizar alrededor de ellas y, sobre todo, de recibir una lección: que lo más importante de ser maestro no es enseñar, no es sólo compartir lo que se sabe, sino aprender de los alumnos lo que uno no sabe, lo que uno no ha vivido. Esta lección es la que he recibido cotidianamente durante estos 50 años en los que no he dejado de dar clases.

He tenido la suerte de haber tenido cientos de alumnos. Me ha tocado de todo, alumnos brillantes que me estimulan, (no los menciono porque sería presuntuoso), apáticos, contestatarios, rebeldes que me retan intelectual y personalmente.

Además de la vida académica, tuve la oportunidad de servir a la Universidad en las tareas de Difusión Cultural, otra forma de educar, en donde se dan cotidianas batallas por la libertad y el arte. Primero en el rectorado del Dr. Guillermo Soberón, al lado de Hugo Gutiérrez Vega, y más tarde con el rector Juan Ramón de la Fuente.

A 50 años de distancia, sólo puedo decir que, como imaginé, mi vida ha sido la Universidad, y que sólo espero haber cumplido devolviéndole, al menos en parte, lo mucho que me ha dado.

Profesor en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM

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