Nuestra mente es un elemento central e indispensable de nuestra humanidad. Es ahí dónde no solamente nacen las ideas que terminan por transformar a nuestro mundo, pero es también con lo que sentimos, procesamos, y comprendemos todo lo que que vivimos día con día. Es el punto de partida de nuestros pensamientos, emociones y acciones. Se trata de lo más íntimo y único para cada persona.

Ahora bien, los avances en la ciencia y la tecnología han sido exponenciales en las últimas décadas, con innovaciones en áreas que antes se pensaban imposibles. Una de ellas es precisamente el propio cerebro humano a través de la llamada neurotecnología: el desarrollo de herramientas con el potencial de revolucionar el funcionamiento del sistema nervioso. Como lo ha explicado el neurocientífico Rafael Yuste, uno de los pioneros en este campo de investigación, estas herramientas nos permitirían llevar un registro de la actividad cerebral o incluso interferir en ella.

Esto traería excelentes noticias para quienes han luchado con enfermedades psiquiátricas y neurológicas, o también para quienes han perdido capacidades sensoriales en accidentes graves. Al mejorar nuestro entendimiento del cerebro, también lo hará nuestra capacidad para poder curar estas enfermedades y mejorar ampliamente el bienestar de estas personas. No obstante —y sin dudar de las buenas intenciones detrás de estos esfuerzos— resulta imperativo que no prescindamos de una seria reflexión sobre los límites éticos de estas innovaciones.

El desarrollo de la neurotecnología también implica la posibilidad de que la autonomía del ser humano sea vulnerada a un grado completamente inédito. Lo que ocurre en el pensamiento de una persona –hasta hora algo íntimo y que la propia persona puede conocer– podría ser accesible a terceros. Las consecuencias son múltiples y profundas. La privacidad mental sería cosa del pasado. Los comportamientos de un individuo resultarían susceptibles de ser alterados. Los pensamientos –conscientes y subconscientes– podrían ser mercantilizados, como ya ha ocurrido con los datos personales que recopilan las redes sociales. La persona podría perder control sobre lo que la hace ser: su propia conciencia.

Sin embargo, no caigamos en la alarma desmedida y actuemos con cautela. Como toda innovación tecnológica, hay que mitigar los riesgos a la vez que preservamos los beneficios que pueden llegar a quienes necesitan de ellos. Por eso es indispensable que los parlamentos nos anticipemos con legislación sobre las neurotecnologías que estén entrando en el ser humano.

Un ejemplo a seguir está en Chile. Junto con personalidades de la vida política y científica, tuve la oportunidad de participar en un encuentro sobre el proyecto de ley de neuroprotección que próximamente será sometido a consideración del Congreso Nacional.

Esta propuesta buscar reconocer y legislar los llamados neuroderechos, para proteger tanto la privacidad mental como la integridad individual de las personas de cara al desarrollo de las neurotecnologías. El alcance de esta iniciativa también contempla una reforma para que esta protección esté incorporada en la Constitución Política de la República de Chile, garantizando la autonomía personal. No es sencillo que la ley siempre esté a la par del desarrollo tecnológico pero tenemos una responsabilidad ética. Con los pasos que se han tomado en Chile, el resto de los países deberíamos seguir el ejemplo y trabajar para asegurarnos de que la neurotecnología sea un instrumento para el bienestar de la humanidad.

Diputada federal y presidenta de la UIP

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