América Latina es un estupendo laboratorio para evaluar reformas electorales. Esta ha sido la región del mundo que más cambios legales ha realizado en sus sistemas electorales en las últimas cuatro décadas. Desde el Observatorio de Reformas Políticas en América Latina (IIJUNAM y OEA), llevamos varios años contando los cambios a las dimensiones críticas del sistema electoral. Hemos estudiado los orígenes, las motivaciones, los contenidos, las causas y los efectos de esas reformas, pudiendo registrar 297 cambios legales en once dimensiones en 19 países desde 1977. Los datos son contundentes: padecemos de hiperactivismo reformista y, si bien es cierto que algunos países son más reformistas que otros, también lo es que muchas de esas reformas no son necesarias o no tuvieron los resultados que se esperaban ni los que se dijeron que iban a tener.

Las reformas legales se han convertido en una herramienta clave para transformar las condiciones en las que se accede y/o ejerce el poder. Cada vez que las élites perciben desventajas, no les gustan los resultados o evalúan que hay elementos del diseño electoral que no funcionan o que no les convienen, promueven reformas. Algunas veces se usan como parte de una estrategia discursiva para alterar el statu quo, incluso de manera amenazante, con muy pocas probabilidades de ser llevadas a la práctica, porque no se tienen los votos necesarios para aprobarlas. Otras, cuando no son arrebatos unipartidistas sino resultados de amplios consensos, consiguen generar transformaciones que amplían derechos, mejoran la convivencia, legitiman al sistema y democratizan a las instituciones. En uno y otro caso, esos impulsos reformistas son legitimados por las y los seguidores de quiénes los proponen, incluso aun cuando suponen ideas desleales a la convivencia, la competencia o el pluralismo.

Esta ansiedad reformista da cuenta de que las reglas formales importan. En algunos países más que otros. En aquellos, que han sido hiperactivos (como Ecuador, Perú, México, o Rep. Dominicana), el uso del cambio de las normas como instrumento político ha sido evidente. En estos países, las élites -de todas las ideologías- confían en su capacidad para cambiar las condiciones políticas (y los incentivos que las reglas esconden), cumpliendo con los mecanismos establecidos en los propios textos constitucionales para hacerlo (cuando tienen sus mayorías). Usan esta herramienta institucional porque creen que esos cambios pueden beneficiarlos -nadie reformaría para ceder o perder poder- y, además, perciben que les otorga cierta legitimidad a los procesos que impulsan.

Muchos de esos cambios se han dado como resultado de una fuerte puja entre las élites políticas por controlar las reglas de juego, plasmar su visión de cómo se debe distribuir el poder y/o de maximizar los beneficios que la implementación de esas nuevas reglas puede tener para sus expectativas de poder. En muy pocas ocasiones se ha consultado a la ciudadanía sobre los contenidos de las reformas. Algunas veces, como en Ecuador, se ha usado el referéndum (o la Consulta Popular) para consultar decisiones públicas que suponen cambios de sistemas electorales, pero muy pocas veces la gente ha participado de manera activa en la discusión de los contenidos reformistas.

La ausencia de participación y diálogo ciudadano (e incluso académico) en los procesos de reformas ha sido una constante. De ahí que incrementar la deliberación ciudadana, generar espacios para proveer de un mayor conocimiento informado de las diversas propuestas e impulsar un mayor espíritu crítico respecto a las ventajas y desventajas de las reformas deberían ser exigencias concretas que ayuden a repensar el modo en que las élites cambian una y otra vez las reglas de juego en los países de la región.

Investigadora del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.

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