Caminaba a 200 metros de altura, sobre un grueso y larguísimo alambre, tensado entre dos edificios muy altos, bajo un cielo azul límpido. Antes de dar el primer paso, me vendaron los ojos (no sé quién, en los sueños no siempre se alcanza a ver cómo ocurren las cosas, a veces simplemente suceden y ya). No llevaba contrapeso para mantener el equilibrio, sólo me balanceaba con los brazos y así alcancé el otro extremo de la línea.

En mis sueños, he sido y he hecho prácticamente de todo, y cada sensación y personaje es como si de verdad los encarnara. Allá arriba sentí el peligro, la posibilidad de caer. Tenía un miedo auténtico. Desperté, incluso, con el corazón acelerado, con la frecuencia cardiaca hasta el techo.

 

Basta apoyar las palmas de las manos sobre el manubrio de la corredora eléctrica que tuvo a bien rentar mi mujer, apenas se decretó la cuarentena, para que te mida el ritmo del corazón. Ayer, luego de simular cinco cuestas con inclinación nivel 14, me calculó 186 latidos. Empapado, y con las manos todavía aferradas a la máquina, me pregunté a cuántos habría despertado la madrugada que me convertí en equilibrista.

En este tipo de aparatos, en los que el tiempo transcurre tan lento como el confinamiento, un pensamiento suele llevarte a otro, y así concluí que correr en banda es un acto semejante al equilibrismo. Si pisas fuera de la cinta, es probable que acabes en el piso.

De los sueños se puede hablar con poca gente. Tiene su chiste encontrar con quien se abre esa puerta de comunicación, o pasadizo secreto. Yo solía charlar de mis sueños con mi maestra de musicoterapia y ella, de repente, trataba de interpretarlos.

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Una ocasión le conté que la soñé vendiendo jugos de naranja afuera de mi universidad. Hacía poco le habían diagnosticado un cáncer terminal en la vida real —porque de sus ilusiones y sueños estaba intacta—, y con una sonrisa me respondió: “Todo indica que sí estoy exprimiendo el jugo que le queda a mi vida”.

Nunca hay que dejar de compartir nuestros sueños a los involucrados, pueden contener mensajes para todos. Y que tampoco deje de sonar jamás la música, el otro lenguaje de los dioses... Cualquiera habría puesto la canción de Rocky mientras hacía las cuestas, yo escogí a Nobuyuki (siempre fui raro para la música, de chico llegué a pagar en una discoteca para que quitaran el techno y sonara la novena sinfonía de Beethoven), el extraordinario pianista japonés ciego.

Con su majestuosa interpretación del concierto uno para piano de Tchaikovsky, todo hizo sentido: los ojos vendados, el equilibrio y el avanzar lento, pero con emoción, a pesar de lo incierto de los tiempos.

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