En América Latina está comprobado que no funcionan los regímenes autoritarios, y vaya que los hemos tenido en abundancia. A pesar de que todos los países de la región se denominan “repúblicas”, Latinoamérica ha sido la cuna de dinastías dictatoriales legendarias: los Somoza y ahora Ortega en Nicaragua, los Castro en Cuba, Trujillo y sus títeres en República Dominicana, los Duvalier en Haití, las juntas militares en Centroamérica y sus pares del Cono Sur, desde Videla y Pinochet, hasta Stroessner y Hugo Banzer. A pesar de coartar las libertades, violar los derechos humanos a placer e imponer sus leyes, no han rendido buenos resultados de crecimiento económico o de bienestar social.

De hecho, la gran mayoría de los gobiernos autoritarios han sido un fracaso. La China del periodo iniciado con Deng-Tsiao Ping o el Singapur instaurado por Lee Kwan Yu se contarían entre los más eficientes al haber modernizado la producción y levantado de la pobreza a un número enorme de personas. Pero incluso en esa zona, los casos de éxitos son la excepción: en Filipinas las dictaduras de Ferdinand Marcos y ahora de Duterte no han generado progreso, como tampoco lo lograron en otras regiones personajes tan sórdidos como Khadafi, Saddam Hussein o el cruel reinado de Bashar al-Asad en la destrozada Siria.

A pesar de la evidencia histórica, en América Latina pervive la noción de que algunos personajes ilustres con una buena dotación de poder pueden, ahora sí, conducir a nuestras naciones por la vía del desarrollo, el bienestar y el orden. Esto sigue sucediendo en tiempo real. Nicolás Maduro representa una continuación cada día más empobrecedora del chavismo, en Argentina el debate político sigue invocando al peronismo, en Colombia, Alvaro Uribe se creyó único e irrepetible y buscó a toda costa mantener el mando, Evo Morales logró una estabilidad política inusitada en Bolivia, pero no contó con la sabiduría para institucionalizarla. En Ecuador, Rafael Correa intentó generar también una corriente política para la posteridad hasta la reciente derrota electoral del candidato que le daría continuidad a su proyecto. Brasil es un caso fuera de lo común, pues habrá que reconocerles que han intentado de todo en su colorida historia política, desde adoptar a un monarca, hasta imponer dictaduras militares y, dentro del contexto de la democracia, gobiernos de izquierda, de centro liberal y ahora de derecha sin rumbo. ¿Qué le queda por explorar a los brasileños?

El caso de México es en más de un sentido excepcional. El autoritarismo post revolucionario fue de sistema más que de personajes, aunque no estuvimos exentos de líderes que buscaron prolongar sus mandatos con sucesores a modo. La influencia de los militares en la vida pública ha sido notoriamente más reducida que en otros países de la región. La alternancia entre partidos, inaugurada hace dos décadas, ha animado el debate y la competencia política, pero ha dejado mucho a deber en materia de crecimiento económico, en vigencia del estado de derecho y sobre todo en el capítulo de la seguridad. Los mexicanos, como los brasileños hemos intentado diferentes opciones y modelos, sin lograr el ansiado despegue del país. El actual gobierno intenta fórmulas distintas a nivel político y discursivo, pero se encuentra en camino de ofrecer resultados más magros para la población, a pesar de la generosa dotación de poder con que cuenta.

Internacionalista

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