Este 8 de marzo, además de los choques físicos que se dieron en muchos lugares entre manifestantes y elementos de seguridad, se enfrentaron también dos posiciones respecto a un mismo problema: la situación de la mujer en México.
Mientras las cifras de feminicidios, agresiones e impunidad aumentan año con año (de acuerdo con los datos del Inegi), al mismo tiempo en que disminuyen los apoyos oficiales para la población femenina, existen dos puntos de vista sobre el tema.
De un lado se encuentran las hermanas, las madres, las hijas, las amigas de quienes han enfrentado la pérdida de una mujer como consecuencia de una agresión de su pareja. En esa misma posición están las que han reclamado justicia y castigo para el agresor sin hallar respuesta de la autoridad.
En el otro extremo se ubica el gobierno federal que en una alusión reciente descalificó los reclamos de “romper el pacto patriarcal” por ser copia de expresiones importadas, y porque desde el poder “hay respeto hacia las mujeres y a todos los seres humanos”. A las demandas feministas el Ejecutivo federal les ha colocado la etiqueta de “campaña de desprestigio” con origen en sectores conservadores.
Igual que hace un año, lo que se vio este lunes en calles de la capital del país no dio señales de ser un movimiento patrocinado.
Excluyendo a grupos que llevan como único fin la violencia, se apreciaron madres, hijas menores de edad, estudiantes, profesionistas, mujeres de la tercera edad que unieron sus voces para exigir una vida sin miedo, para no salir de sus casas con la incertidumbre sobre si volverán a sus hogares, porque la vida de una mujer no parece tener el mismo valor que la de un hombre.
El gobierno federal no tendría que quedarse únicamente con la imagen que proyectan los grupos violentos. La mayoría de las manifestantes son mujeres con exigencias justificadas de justicia y seguridad. No ocultan su rabia y hartazgo ante la indiferencia de la autoridad. ¿Habrá oportunidad de que alguna vez sean escuchadas?