Un principio básico de los adoradores del libre mercado es que los consumidores deben tener la libertad de elegir qué y cuánto consumir. Bajo esta óptica es responsabilidad total y absoluta del individuo decidir si consume bienes que perjudican su salud, como el alcohol, tabaco, drogas, azúcar, exceso de grasas o sal. El Estado no debe intervenir y no debiera preocuparse de si los conductores usan cinturón de seguridad o si el vehículo está asegurado. Todo debe correr por riesgo y decisión del consumidor. La contraparte indica que debe haber regulación y, en ocasiones, abiertamente se deben prohibir algunas actividades que fomentan la producción de bienes no deseables para la economía, como la fabricación de armas y su venta al público en general. En México, esta controversia provocó que hace aproximadamente un año entrara en vigor un etiquetado que advierte sobre productos alimenticios que son potencialmente nocivos para el ser humano, ahora se suma una nueva víctima en esta guerra: la sopa maruchan y sus amigos.

Entre los no fumadores existe la frase que dice que “tu derecho a fumar termina donde comienza mi derecho a respirar”. Por esta razón es que desde hace décadas se prohibió fumar en espacios cerrados. Hemos llegado al absurdo de prohibir fumar en patios y jardines, pero con dar un paso y cruzar una reja, mágicamente la prohibición se acaba. Sin embargo, el problema del tabaquismo no termina con esta prohibición. Los hospitales públicos deben gastar recursos en personas que fumaron y dañaron su salud de forma voluntaria; recursos públicos que podrían destinarse a la atención de otras enfermedades, deben emplearse en tratar enfermedades provocadas por el tabaquismo.

El tránsito de sociedades tradicionales, donde no había vehículos o eran mínimos, se caminaba en lugar de utilizar autos y no había alimentos chatarra, tampoco existía la costumbre de comer tres banquetes al día en donde generalmente se incluyen pasteles, o al menos pan, y donde se pude tener sal al por mayor para aderezar los alimentos, al pasar a la modernidad, surgieron enfermedades que antes no se conocían, como la obesidad y la diabetes. El consumo de alimentos no saludables también genera problemas de salud pública probablemente equiparables al tabaco o al alcohol. En pocas palabras, la alimentación de los ciudadanos es un problema de salud pública que implica gastar en hospitales y destinar recursos que podrían ser utilizados en otras actividades y no en corregir los problemas de salud provocados por la industria alimentaria.

En un mundo donde los individuos tienen información sobre los productos que consumen, hay racionalidad total respecto a lo que les conviene o no comprar, donde la publicidad no es engañosa y el productor elige vender artículos que no dañan la salud, ni provocan pérdida de vidas humanas, no es necesaria la intervención del sector público ni es necesario regular a los mercados. Como tal mundo no existe, algunos mercados deben regularse e intervenirse.

En un reporte reciente, el Fondo Monetario Internacional, que definitivamente es pro libre mercado, señaló que la creación del mercado de bonos de carbono no ha resuelto el problema de la emisión de gases de efecto invernadero, por lo tanto, es necesario intervenir en el precio de este artículo. La creación de este mercado surgió por la idea de que la inexistencia de algunos mercados provocaba fallas como, en este caso, la contaminación. Ahora se tiene el reconocimiento desde los propios impulsores del libre mercado extremo, que éste no funciona como lo dicen los libros de texto y es necesario intervenirlos. La prohibición de la venta de productos alimentarios que dañan la salud no es más que un caso más que muestra las fallas de los mercados y que, por lo tanto, también debe regularse.

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Los académicos nos encontramos en el ojo del huracán a partir de la denuncia de la FGR a un grupo de científicos que en otro tiempo fueron asesores del Conacyt. Parte de la comunidad científica y académica los ha apoyado incondicionalmente. Los académicos también debemos mirarnos a nosotros mismos con ojos críticos, no hacerlo puede provocar que lo que está ocurriendo sea solo la punta del iceberg. Si parte de la investigación académica se realiza con fondos públicos, éstos deben ser supervisados y se debe rendir cuentas. La ciencia y la academia no implican inmunidad ni impunidad en el supuesto de que se estén cometiendo actos ilícitos. La transparencia y la rendición de cuentas es un remedio infalible para los que ahora estamos en la mira. Si no hay nada que temer, tampoco debe haber nada que ocultar, en particular si se trata del uso de recursos públicos.

Docente de la maestría en Economía, FES-Aragón-UNAM y UDLAP Jenkins Graduate School.

 

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