El gran chef, viajero y maestro de generaciones Anthony Bourdain señaló una de las reglas de la alimentación a partir de la proteína animal que es de enorme valor: “¿Eres mucho menos inteligente que yo?, ¿eres mucho menos rápido que yo? Entonces, por favor, pásame la sal”.

La máxima aplica diríamos que casi sin excepciones porque el desarrollo de ese otro animal que llegó a convertirse en ser humano (con todos sus tíos y abuelos a lo largo de la evolución), no sólo es capaz de cazar su alimento sino de tener criaderos específicos de animales en efecto menos inteligentes y menos rápidos que cumplen una función meramente alimenticia.

Pero el “casi”, importa, y mucho, porque existe otra regla, que no necesitaba enunciar Bourdain porque es de conocimiento prácticamente universal: nunca, jamás, intentes llevar a tu mesa, para comértelo, a un animal con el que puedas establecer una conversación inteligente. O, dicho de otra manera: los amigos no se comen. La lista es medianamente amplia pero incluye, todos lo sabemos, a los animales que tienen un alto desarrollo del sistema nervioso central: un perro, un delfín, una ballena, un elefante. La lista sigue, claro. Y aunque haya regiones en el mundo que por diversas razones ataquen y coman la carne de animales como los enunciados, no tienen en realidad una justificación ética: no lo hacen por hambre sino porque carecen de respeto a seres inteligentes.

Si hay un animal marino con una inteligencia muy distinta pero prácticamente equiparable a la humana, es el pulpo. Un ser capaz de resolver problemas complejos, de camuflarse a voluntad para cumplir sus objetivos diarios, de relacionarse con enorme cautela pero relacionarse al fin y establecer un lazo concreto de empatía con el ser humano.

Hasta hace no mucho desconocíamos todas sus capacidades como ente pensante, pero por fortuna las investigaciones paulatinas nos han hecho ver qué tan inteligente, amable, caballeroso y gentil puede ser un pulpo. Sí, lector querido, usted y yo, sin conciencia de ello, al menos una vez en la vida cometimos la salvajada de consumirlo como parte de un maldito coctel “vuelve a la vida” o sobre una tostada. Ni hablar. No sabíamos lo que ahora sabemos de los pulpos.

De pronto, de las profundidades de la cintas documentales, emergió una que ha tenido una aceptación magnífica entre todos quienes la ven: Mi maestro el pulpo, protagonizada por el estudioso y experto en vida marina Craig Foster, dirigida y escrita por Pippa Ehrlich y James Reed. Es, exactamente, la historia de amistad y mutua comprensión entre Foster y un pulpo.

Pero, cuidado, un pulpo no es una mascota como un perrito porque los pulpos son mucho más inteligentes y no se someten a la voluntad de cuidador alguno pero, a cambio, pueden ofrecer su simpatía y sus enseñanzas no sobre lo que representa la vida sino lo que conforma todas las partes esenciales de la existencia. Ja, casi nada.

Desde luego, no faltará el idiotita que diga que Mi amigo el pulpo es un documental romantizado, esto es, tirándole un poco a la idea de Disney. Pero no lo es. Foster se basa, desde luego, en los miles de estudios previos sobre los pulpos, y a partir de ahí se acerca a uno de ellos y surge la amistad, que no es una forma de la magia sino una manifestación de la inteligencia.

Deguste usted, querido lector, toda la proteína animal que quiera y que tan amable resulta al paladar, pero vea cuanto antes Mi maestro el pulpo. No cometa, a sabiendas, el error de llevar a su mesa a un posible amigo para comérselo.

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