Bueno, como algunas quinceañeras, la verdad es que ya anda en sus 16 temporadas… Pero lo cierto es que el primer episodio de la serie Anatomía de Grey se transmitió en 2005, de modo que se vale el festejo, el vals y el vestido para una de las series mejor hechas en las recientes décadas y que se ha ganado a un público que hoy es legión.

Hasta hace no mucho, quizá 20 años, el cine era imbatible por sus capacidades técnicas, sus historias y desde luego por las actrices y actores que conformaron épocas doradas en casi cualquier país en donde se llegó a producir, México incluido. Pero la televisión de paga, que por entonces comenzó a popularizarse a precios razonables, ya venía empujando muy fuerte para pelar no sólo con las series clásicas —que las ha habido desde que la tele se hizo masiva— sino contra el cine. Y ahora, para sorpresa de los nostálgicos, los papeles son a la inversa: el cine va detrás de las series.

Si hacemos un paréntesis en el fenómeno, le aseguro que no faltará un diablillo que le diga: “Esto lo tienes que ver en la pantalla grande”. Y quizá hubo un tiempo en el que la fidelidad de la imagen ciertamente era mayor en una sala de cine que en una pantalla casera. Pero eso también es hoy tan sólo parte de la historia de la cultura visual. Las pantallas de muy alta definición que hace un cuarto de siglo costaban lo mismo que un auto compactísimo —y que algunos infelices podían pagárselas para ver, hágame usted el recochino favor, ¡telenovelas!— fueron mejorando matemática y aritméticamente y hoy, con un desembolso que empieza en mil pesos (sí, mil pesos), es posible tener una pantalla de 40 pulgadas que no le pide absolutamente nada a las que son notablemente más costosas, salvo algunas conectividades que después de todo se le pueden sumar poco a poco. Y en esas pantallas ya no hay diablillo malintencionado que quiera llevárselo al cine: los objetos, las luces, los movimientos se ven como se grabaron.

Regresemos, si me permite, a nuestra Anatomía de Grey. La verdad es que platicada, genera si no desconfianza, al menos suspicacia. Todos los que llegamos tarde a verla, pongamos apenas hace un año, no estábamos seguros de cambiar ese valioso tiempo dedicado a las series —sea por la noche o en el fin de semana— para enfrentarnos a una cuya idea central es —le suplico que no se ría como lo hicimos muchos—, eso que se llama “romance”. Ojo, no comedia romántica, que en el humor habría obtenido una salvación relativamente sencilla. No, no, específicamente hablamos de una serie que a partes más o menos iguales comparte eso llamado romance con el drama puro y duro.

Si los hechos de Anatomía de Grey suceden en un hospital, cabría esperar que el drama esté a la vuelta de todas las esquinas, y lo está: no sólo en el fallecimiento de algunos pacientes sino en procedimientos quirúrgicos que le imprimen realismo y fiereza a la vida cotidiana de los personajes: quemaduras de tercero y cuarto grados, amputaciones, tumores inoperables y demás desdichas que tarde o temprano padeceremos todos, salvo los que mueran como en la pelis de antaño: de viejecitos, en la cama de su casa y rodeados de su numerosa familia.

El hospital que alberga la serie contiene a los personajes que se dividen fundamentalmente en dos: los residentes, que aspiran a especializarse en cirugía, y el cuerpo de cirujanos conformado por verdaderas estrellas de la medicina. Si bien priva el compañerismo entre los aspirantes a ascender, no falta alguna puñalada por la espalda, pero son las menos si las comparamos con la cantidad de romances que se dan entre todos.

El secreto del romance contemporáneo lo tiene su creadora Shonda Rhimes, quien apenas frisa la cincuentena y a quien en otras circunstancias cabría proponerle inmediato matrimonio, pero dadas las actuales resta aprender de su capacidad para crear personajes llenos de vida y cada uno con un carácter muy diferenciado, tinte sin el cual no habría podido manejar a la considerable cantidad de personajes principales, secundarios y recurrentes que aparecen en la serie.

La idea de Rhimes —pongámonos firmes— es desmenuzar cómo funciona en la vida de hoy ese mecanismo endiablado que hemos bautizado como “romance”, en donde el verbo “amar” prácticamente no se conjuga porque el romance, desde su inicio hasta su término, tiene una gran cantidad de variantes muy constatables en el mundo cotidiano y en el que intervienen no sólo muchas otras pasiones, que lo matizan, sino intereses perfectamente propios de la condición humana.

Vista así, Anatomía de Grey, lejos de ser una nefasta telenovela latinoamericana cuya fórmula está a punto de estrellarse, por fin, en el piso, es un drama médico balanceado, que no edulcorado, con el romance. Vamos, que está infinitamente más cerca de la querida y compleja novela El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez, que de cualquier baratura ramplona e inverosímil con que nos ha bombardeado la industria televisiva en México.

Dele una oportunidad, lector querido, sólo una, y haga con ello honor al doctor Henry Gray —éste escrito con “a”— que a mitad del siglo XIX se aventó su obra central, de título Anatomía, cirugía descriptiva, que se volvió un clásico como hoy lo es la quinceañera Anatomía de Grey.

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