Este verano viajé con mi familia a Estados Unidos. Viajamos en auto hasta la frontera, viendo costas con arenas que cambian de color entre un valle y otro, paisajes lunares enmarcados por montañas que parecen no tener fin y bosques milenarios que se mantienen como testimonio de la enorme diversidad ecológica que existió algún día en lo que alguna vez fue parte de nuestro país. Constatamos la enorme diversidad de nuestro país, las desigualdades que son visibles para cualquier visitante y también la pluralidad de  formas de vida y organización social.  
 
Vimos también varios convoyes militares, con jóvenes armados viajando en enormes camiones verde olivo cubiertos parcialmente con lonas del mismo. Entre nuestra casa y la frontera, cruzamos varios retenes. Largas filas de vehículos se formaban para ser inspeccionados visual o físicamente. En algunos, solo nos hicieron una señal con la mano para seguir adelante. En otros, nos preguntaban reiteradamente nuestro destino, oficio y procedencia antes de dejarnos pasar. En uno de los retenes nos pidieron descender del vehículo, abrir la cajuela y bajar algunas maletas. “¿A dónde van? ¿A qué se dedican? ¿De dónde vienen?”, nos preguntó el militar, evidentemente cansado y acalorado. Quién sabe cuánto tiempo llevaba parado en el sol, a más de 35 grados, portando chaleco y botas, haciendo las mismas preguntas. “Abran esa maleta. Adelante, pueden seguir”, nos dijo una vez que había constatado el contenido de la misma: ropa desdoblada, pijamas, traje de baño, toalla y unas chanclas desgastadas por el uso.  
 
En uno de los estados por los que pasamos —sobre una carretera federal— nos detuvo otro retén de entre 20 y 25 hombres armados, vestidos de camisas negras y pantalón beige. Algunos traían gorras, otros lentes obscuros y/o telas para cubrir la boca. Del otro lado del camino uno de ellos inspeccionaba la cabina de un tráiler, mientras el conductor parado a un lado parecía responder preguntas. De nuestro lado había dos carros parados, quizás también esperaban una inspección. Varios hombres vigilaban desde cada costado del camino. Cruzamos el retén sin siquiera abrir la ventana cuando el que parecía a cargo nos hizo un gesto de “avance” con su mano. No vimos en aquel retén ningún coche oficial ni logos de identidad claros sobre la ropa o gorras que portaban. Por ahí alguno de los hombres portaba una gorra con el escudo nacional y la leyenda “Sinaloa”, pero ese ajuar no era claro ni consistente. Otro traía un bordado en el pecho izquierdo de su camisa. Nos alejamos de ahí sin saber bien a bien si los hombres de aquel retén eran autoridades (del Estado mexicano). 
 
Llegando a la frontera vimos el largo muro de metal oxidado que se pierde entre las montañas y reaparece adelante. En la garita, luego de la larga fila de espera, se nos acercó un oficial mexicano para revisar nuestros documentos. Después cruzamos la frontera y pasamos con un oficial de Migración de Estados Unidos, quien también revisó los documentos. Cerca de ahí salían las personas que habían cruzado a pie. “Nos tomó como 4 o 5 horas”, nos dijo una señora. La sensación de viajar hacia la frontera es una de estar bajo constante vigilancia. 
 
Cuento esto por el claro contraste que vivimos entre viajar al norte e ingresar a Estados Unidos, y volver a México. Para ingresar a México, prácticamente no se requiere nada. Un alto momentáneo, un aparato que tomó una foto del vehículo y un letrero verde de “siga” en una pantalla. Nadie revisó pasaportes, ni hizo preguntas. Nadie siquiera vio cuántas personas viajaban en el vehículo. Apenas unos agentes mexicanos que miraban desde una sombra lejana, ante nuestra falta de movimiento, nos señalaron que debíamos avanzar. 
 
La frontera existe, pero solo de norte a sur. Por el norte, puede entrar lo que sea a México, a la vista del Estado mexicano. Ya están militarizadas las fronteras, como tantas otras partes del Estado, pero solo para cuidar lo que sale del país. Mientras el gobierno de López Obrador demanda en tribunales a las empresas de armas norteamericanas por no hacer nada para evitar el tráfico ilícito del plomo, el río de armas entra al país con un gesto de “avance”.  
 
Es evidente el lucro que nuestra guerra representa para la industria armamentista, pero la demanda legal en su contra no es más que un gesto. Nada parece hacer el gobierno mexicano para evitar que las armas —que causan muerte y dolor de este lado de la frontera— entren a nuestro territorio. En cambio, mucho invierte para evitar que las drogas o migrantes lleguen allá. La primera prueba que pueden ofrecer las empresas de armas demandadas durante el juicio es la indolencia del gobierno mexicano cuando de cuidar sus fronteras se trata. El dicho dice que “nadie sabe para quién trabaja”, pero la verdad es que cruzar la frontera de ida y vuelta deja muy claro para quién trabaja el Estado mexicano en lo que a seguridad respecta… y no es para los mexicanos.  
 


Profesora investigadora del CIDE.
@cataperezcorrea

 

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