El Presidente López Obrador rindió su segundo informe de gobierno en condiciones que nadie hubiese imaginado cuando tomó las riendas del poder ejecutivo. Por un lado, tenemos la crisis financiera que inició por heridas autoinfligidas como consecuencia de errores en la toma de decisiones guiadas por una ideología, más que por fundamentos técnicos, científicos o económicos. A esto se suma la crisis sanitaria provocada por la pandemia del Covid-19 que profundizó la caída de la economía a niveles nunca vistos.

Pero no sólo se batalla contra estos dos frentes, inexistentes hasta hace pocos meses. Irrumpe un tercer factor que complica la situación y ha perdurado casi 15 años: la crisis de inseguridad y violencia, para la cual no funcionan la inmunidad de rebaño, la sana distancia o las vacunas.

Con gobiernos de todos los niveles y partidos políticos diversos, en determinadas latitudes se han apreciado mejorías locales e inclusive regionales gracias a grandes esfuerzos operados sin pausa y cotidianamente. Sin embargo, son tan aislados (como ocurrió en Nuevo León y ahora en Tamaulipas) que de ninguna manera forman parte de un plan nacional o de una estrategia de largo plazo. Solo leo que cada vez se incrementa el despliegue de más personal militar en las calles.

Columnistas, analistas políticos y organizaciones no gubernamentales han dado cuenta de números y estadísticas compartidas en materia de seguridad por el Presidente en su más reciente informe, y lo califican como reprobado. Frases lapidarias lo evalúan así: utiliza afirmaciones sin sustento, hechos que no pueden probarse, dichos falsos, engaños e incluso evidentes mentiras. Basta con leer el reporte preparado con motivo del informe por el Observatorio Nacional Ciudadano acerca del estado actual que guarda la administración pública en seguridad, para enseguida formarnos un juicio negativo con datos objetivos.

Detallar una cascada de información estadística para sostener lo dicho no es el objetivo de este artículo. Sostengo que, aunque los números son fríos, sirven para medir con precisión los aciertos y los errores. Así es que si sumamos las ejecuciones y los homicidios dolosos de enero a julio (los totales de agosto todavía no se han publicado) y ponderamos un promedio para el resto del 2020, no tengo la menor duda de que este año será el más violento, por encima del 2019 y de cualquier otro de anteriores administraciones.

El crimen no cede y a pesar del despliegue del Ejército en las calles la seguridad no mejora. A punto de terminar el primer tercio de su mandato, López Obrador mantiene abiertos múltiples frentes y enfrenta desafíos por doquier. Percibo que los planes que trazó este gobierno en materia de seguridad pública ya toparon con pared. Para bien o para mal, lo único que les queda es enfocarse a la contención y que los indicadores no empeoren. Ojalá me equivoque.

Por eso nuestro deber como ciudadanos es exigir cuentas claras y resultados tangibles, máxime a un Presidente que ganó ampliamente la elección del 2018 con la promesa de pacificar al país en cuanto asumiera el cargo. Los complejos problemas en seguridad ya eran conocidos de antemano y querían gobernar para corregirlos. Culpar a los gobiernos anteriores es un desgaste inútil e infructuoso.

Los mexicanos exigimos el fin de la violencia y el crimen asociado a ella, sin importar ideologías, clase social o preferencias de cualquier índole. Pugnar por erradicar la delincuencia y sus excesos en su totalidad es al menos ingenuo, porque el mundo criminal es inherente a vivir en sociedad.

Si hay algo en lo que todos coincidimos es que queremos un país en calma, sin la violencia exacerbada que parece no tener fin. Y la receta, que este gobierno omite, ignora o de plano no quiere aceptar, es gestionar el fenómeno criminal a niveles tolerables que nos permitan vivir con tranquilidad. Lo demás es demagogia electorera.

Especialista en seguridad corporativa 
@CarlosSeoaneN

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