No sólo los eventos se repiten, también las circunstancias alrededor de éstos. En 1833, la epidemia de cólera morbus —etimológicamente enfermedad de la bilis— se hallaba en su fase crítica en la capital del país, en un momento donde la economía tampoco era saludable y la población estaba dividida políticamente.

La infección nació en el Oriente y aprovechó las deficientes condiciones de higiene para avanzar sobre Europa. Llegó a Nueva York y a La Habana casi al mismo tiempo. Nuestro destino estaba sellado. El ministro Lucas Alamán: “dictó medidas precisas sobre la prohibición del desembarco de pasajeros y mercancías procedentes de lugares donde hubiera la epidemia”. Pese a ello, las costas le dieron la bienvenida, en Tampico y Veracruz se dieron las primeras incidencias. Las condiciones no podían ser más favorables para la bacteria: suciedad, agua encharcada, calor y pobreza, atacaba a “gente tan infeliz que sólo adquiere un precario jornal, y se sustenta del maíz que siembra”. Tiempo antes, la región ya había sido embestida con viruela, fiebre amarilla, vómito negro y peste bubónica.

La ruta del cólera no fue sigilosa, ya que anunciaba su presencia dejando cadáveres a su paso. Su primera víctima fue un soldado de 27 años. Otros brotes fueron reportados en Campeche y Mérida. Al norte entró por Coahuila. Avanzó por el Bajío: Zacatecas, Guanajuato. Llegó a Querétaro, hasta que en la Magdalena Mixhuca se supo del primer caso en la metrópoli.

Aunado al terror de este mal, los capitalinos tenían pánico de ser enterrados vivos, por ello algunos deudos pedían que los cuerpos estuvieran en observación entre seis y ocho horas después del deceso, lo que contribuyó a que los contagios arreciaran. Las medidas que se tomaron fueron insuficientes para paliar su avance. La mayoría no tenía acceso a doctores u hospitales, por lo que unos optaban por remedios herbolarios y otros se encomendaban a los santos para que detuvieran la plaga.

El gobierno prohibió sepultar cadáveres en las iglesias. En Querétaro se ordenó barrer las calles cada tercer día como medida sanitaria. En San Juan del Río se gravó el consumo del licor para obtener un fondo para un camposanto. Los periódicos aconsejaban no andar descalzo, pues se pensaba que el frío del cuerpo era propicio para atraer el mal: “los pies se lavarán a menudo en agua caliente; y se usarán zuecos o galochas, siempre que el individuo tenga que exponerse al frío o a la humedad; en una palabra, el calzado deberá estar siempre aseado y enjuto, de modo que los pies no puedan nunca percibir la humedad”. La recomendación más difundida era el aseo en las manos.

Los síntomas era los siguientes: “laxitud súbita (sensación repentina de cansancio), pesadez de la cabeza, vértigos, aturdimiento, semblante pálido, pérdida del lustre y brillo de los ojos, disminución del apetito, sed y deseo de satisfacerla con bebidas frías, sensación de anhelo en el pecho, ardor estomacal, latidos pasajeros en las falsas costillas (es decir, en las que van del estómago para abajo), ventosidades en los intestinos acompañado de cólicos a los que le sigue diarrea”. Se ignoraba el orden de los síntomas, pero de presentarse, antes de ir al facultativo se debía “llevar la piel al calor (…), para esto se coloca al enfermo entre dos mantas o frazadas, que se deben calentar antes, y se pondrán sobre toda la superficie del cuerpo a través de la frazada planchas calientes o calentador. Se cuidará de mantener más tiempo las planchas sobre la cavidad del estómago, en los sobacos y sobre el corazón”. Otras advertencias apuntaban a tomar aguardiente, vinagre fuerte, azumbre, agua clorada u otros brebajes que se podían preparar en casa. Por supuesto el aislamiento era fundamental: “Será conveniente colocar, siendo posible, al enfermo en un cuarto separado de las piezas que habitan los demás individuos de la familia”.

Para no variar, había detractores de las medidas a pesar de que se tenía constancia de su conveniencia, por ejemplo: “Los editores del Reformador de Toluca han calificado de ridícula y absurda la prohibición de la venta de frutas y licores espirituosos en el Distrito Federal”.

El cólera diezmó a la sociedad mexicana y duró al menos dos años la etapa crítica. En esas circunstancias hasta al feroz ateo Valentín Gómez Farías se le veía repartiendo estampitas de san Roque y organizando procesiones con la Virgen de los Remedios.

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