Cual dos adolescentes ronroneando sus automóviles, el Presidente del Perú y el Congreso de la República pisaron el acelerador a fondo, soltaron el freno de manos, y se estrellaron.

Esta semana, el presidente Martín Vizcarra decidió disolver el Parlamento. Este último contraatacó, lo suspendió temporalmente por “incapacidad moral” y juramentó como presidenta encargada a la vicepresidenta y también congresista, Mercedes Aráoz . Nunca alguien fue más interino, pues en menos de un día, Aráoz renunció a su cargo, pero lo hizo ante el presidente de un Congreso disuelto. El Ejecutivo y el Legislativo no se reconocen mutuamente.

Explicar lo sucedido al lector foráneo equivale al esfuerzo de justificar la racionalidad de quien se da voluntarios cabezazos contra la pared. ¿Cómo diablos encallamos en este puerto de la autodestrucción?

Después de tres años de pugnas de menor y mayor intensidad –renuncia forzada del entonces presidente Pedro Pablo Kuczynski en el 2018, de por medio–, el conflicto político entre el Gobierno y el Legislativo controlado por la mayoría opositora del fujimorismo alcanzó su punto de ebullición hace unos meses. En julio, en el día de la independencia del Perú, el actual Jefe de Estado propuso un adelanto de elecciones presidenciales y parlamentarias como solución a la crisis, una medida que fue previsiblemente rechazada por el Congreso hace unos días.

Entonces el campo de batalla se trasladó al Tribunal Constitucional (TC), la corte máxima del Perú encargada de resolver las disputas constitucionales al más alto nivel. No solo podía inclinar la balanza en la batalla política, sino que además tenía procesos trascendentales a su cargo. Entre ellos, evaluar la constitucionalidad de la prisión preventiva de la lideresa del fujimorismo, Keiko Fujimori, procesada por lavado de activos en el famoso Caso Lava Jato, y la anulación del indulto concedido al padre de Keiko y fundador del fujimorismo, el expresidente Alberto Fujimori , condenado por delitos contra el Estado peruano y los derechos humanos.

En un proceso apresurado y sin filtros ni exámenes de idoneidad, el Congreso se aprestaba a reemplazar a 6 de los 7 integrantes del TC. Entonces, el Gobierno planteó una cuestión de confianza al Legislativo para cambiar el sistema de elección que, seguiría a cargo de ese poder del Estado, pero pasando por una etapa más reflexiva de evaluación y publicidad. Si el Parlamento aprobaba la cuestión de confianza, la elección de los nuevos magistrados se suspendía y aplicaban las nuevas reglas. Si la denegaba, debía renunciar el gabinete ministerial, pero como era la segunda denegatoria, el Presidente quedaba habilitado para disolver constitucionalmente el Congreso y convocar a nuevas elecciones parlamentarias.

Lo que vino después fue una bola de nieve, ardides y mañoserías. El Congreso truncó la puerta dos veces. Primero, literalmente para impedir que el presidente del consejo de ministros plantee la cuestión de confianza. Luego, figurativamente, cuando presentada la cuestión de confianza decidió no pronunciarse sobre ella y votar en cambio por dos candidatos a magistrados del TC. Lograron exactamente los 87 votos (dos tercios del Parlamento) para elegir solo a uno, el primo del presidente del Congreso. Alguien suplantó a una congresista que no había votado. Se consideró el voto de otra parlamentaria que no había firmado asistencia para llegar al número requerido. Y, horas después, mientras el Presidente de la República leía el discurso en el que anunciaba la disolución del Congreso, este último interrumpió abruptamente su debate y aprobó (con solo 50 votos a favor de un total de 130) “otorgar” la confianza.

Cualquier persona razonable entendería que materialmente el Congreso rechazó la confianza al Ejecutivo, echando mano de muchas artimañas para evitar una negativa “expresa”. Pero en los ojos de los parlamentarios y algunos abogados que han exigido una denegatoria formal y expresa, la Constitución viene dibujada en cuadrículas infranqueables al sentido común… en el mejor de los casos. En el peor, no es temor a la sensatez sino amor a la trampa.

Para echar gasolina al fuego, el Congreso hizo lo conocido: Desconocer a Vizcarra en una artificiosa “suspensión temporal” con 86 votos, cuando se necesitaban por lo menos 87 para declarar la vacancia por incapacidad moral y luego de un proceso con derecho de defensa.

Valgan humildades, a estas alturas no se puede decir con total certeza si el Ejecutivo actuó completamente apegado a la Constitución, ni terminar de enumerar las profanaciones a la Carta Magna cometidas por el Congreso. Quienes redactaron la Constitución seguramente no vaticinaron que unos temerarios mancebos la iban a empujar hasta el punto de colisión al que finalmente llegaron.

El egocentrismo intolerante de los políticos que no pudieron encontrar una salida convencional a este impasse, sin embargo, se ha traslado a analistas, abogados y, quién sabe, quizás a ese mismo Tribunal Constitucional que fue el botín preciado de la última pelea.

El choque ya se produjo. Falta ver cuántas heridas de gravedad sufrió el país al que atropellaron.

Profesor Universitario y Periodista
Columnista del diario El Comercio (Perú)

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