Desde una perspectiva de salud pública, el consumo de alcohol es un desastre.

Los costos asociados al uso de esa sustancia son de miedo: según la Organización Mundial de la Salud, 3 millones de muertes por año a nivel global están relacionadas al consumo de bebidas alcohólicas. En México, hay no menos de 30 mil muertes (cirrosis, accidentes viales, homicidios, etc.) asociadas de manera directa o indirecta al consumo de alcohol.

Por otra, el consumo problemático afecta a una enorme población. Según la última Encuesta Nacional de Consumo de Drogas, Alcohol y Tabaco (ENCODAT 2016), 23 millones de mexicanos bebieron cinco o más copas en una sentada en al menos una ocasión en el mes previo al levantamiento de la encuesta.

Pero se cobran impuestos, ¿no? Sí, pero ni de cerca compensan los costos sociales. En Estados Unidos, se estima que los impuestos al alcohol alcanzan apenas a cubrir diez por ciento de su costo social. Se podrían incrementar, pero al precio de aumentar el tamaño de un mercado negro importante.

Pero, ¿no está demostrado de cualquier forma que la prohibición del alcohol fue una catástrofe? No del todo: la Prohibición en Estados Unidos en los años veinte produjo indudablemente una disminución sustancial del consumo de alcohol (aproximado con muertes por cirrosis hepática). Y el incremento de la violencia criminal en esa época puede ser parcialmente un artificio estadístico (los censos de población previos no incluían a todos los estados) y un efecto de la rápida urbanización que se registró en el periodo. Además, otros países (por ejemplo, Finlandia y Noruega) prohibieron el alcohol en la misma época, sin mostrar las patologías del caso estadounidense. Lo mismo vale para varios países musulmanes hoy en día: tienen prohibición del alcohol, sin niveles particularmente notables de violencia criminal.

Entonces, ¿por qué no prohibimos el alcohol? Por tres razones básicas: 1) el consumo de alcohol también genera beneficios (sociabilidad, relajación, euforia, etc.); 2) en una sociedad democrática, la libertad individual no es una consideración menor; y, 3) hay demasiada incertidumbre sobre lo que sucedería con un cambio radical ¿Cuánto se reduciría el consumo? ¿Cuánto crecerían la violencia y la corrupción? No sabemos: el desenlace dependería de demasiados imponderables.

Y eso me lleva al asunto de los vapeadores y los cigarros electrónicos. Ayer, el presidente López Obrador firmó un decreto prohibiendo la comercialización de esos productos en territorio nacional (la importación y exportación ya estaban prohibidas). Para justificarlo, se presentaron múltiples alegatos sobre los impactos negativos de salud que tienen esos dispositivos (posibles efectos cancerígenos, asociación con enfermedades respiratorias, vinculación a consumo de tabaco tradicional, etc.).

Todos esos argumentos pueden ser ciertos, pero ¿son suficientes para prohibir? No lo creo. La prohibición va a generar un mercado negro, con algún caudal de violencia y corrupción ¿De qué magnitud? Es muy difícil de saber: dependerá de las interacciones entre mercados legales e ilegales, la evolución tecnológica, el respaldo social a la prohibición y las capacidades institucionales disponibles. Está, además, el pequeñísimo detalle de la pérdida de libertades individuales y la reducción del bienestar que los consumidores obtienen del acto de vapear.

¿Eso significa que no se deben de prohibir los vapeadores? No. Pero sí implica que no hay nada obvio en la decisión de prohibir o legalizar una sustancia o un dispositivo con potencial de abuso. Y simplemente apelar a argumentos de salud pública no es suficiente para zanjar la discusión.

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