Mientras más avanzan las investigaciones, más huele a San Fernando lo sucedido en Camargo hace un par de semanas.

Se trata en ambos casos de una masacre de migrantes. La fiscalía general de justicia de Tamaulipas ha identificado a 16 de las 19 víctimas. Catorce de ellas eran de nacionalidad guatemalteca.

Si bien no se han acabado de dilucidar las circunstancias del crimen, esto parece ser un secuestro de migrantes que acabó mal, con participación directa de autoridades tanto estatales como federales. No está de más recordar que ya hay acusaciones formales en contra de 12 policías estatales y que al menos ocho funcionarios del Instituto Nacional de Migración (INM) han sido suspendidos en relación con estos hechos

Este trágico acontecimiento forma parte de un patrón constante de agresión en contra de migrantes que cruzan el territorio mexicano para llegar a Estados Unidos. Es posible que esa violencia se haya agudizado en los últimos dos años, a resultas del endurecimiento de la política migratoria mexicana. Esto, como es bien sabido, fue una concesión hecha a la medida de las obsesiones xenofóbicas de Donald Trump.

Pero la violencia contra los migrantes en México precede a Trump (allí está San Fernando como prueba) y, como anuncia Camargo, probablemente sobreviva a su partida. La administración Biden está abandonando algunos de los componentes más punitivos de la política migratoria trumpista, pero ciertamente no va a abrir la frontera de par en par y va a seguir esperando que el gobierno de México colabore en la contención de flujos de migrantes hacia Estados Unidos.

Eso sigue dejando a nuestro país ante un dilema de difícil solución. Si se endurecen los controles, los migrantes tienden a utilizar rutas y modalidades de tránsito que son más invisibles y más peligrosas, donde la presencia del crimen organizado es mucho más marcada y donde muchas autoridades actúan en la ilegalidad completa. Es además de notar que esto no solo amenaza a los migrantes centroamericanos o de terceros países, sino también a mexicanos que quieran cruzar la frontera y utilicen canales similares para llegar al país vecino.

Pero si se relajan los controles, los flujos tenderían a crecer y, sobre todo, a hacerse más visibles. Eso podría generar un problema político en EU y reavivar las llamas del trumpismo o de otras variantes del nativismo blanco, además de potencialmente producir un problema humanitario, generado por la aglomeración de migrantes en las comunidades.

Una salida a este dilema sería una reforma migratoria amplia en Estados Unidos que legalice una parte del flujo. Eso probablemente no suceda en el corto plazo y sí sucede, probablemente tenga alcances limitados. Otra salida sería la que ha propuesto el presidente López Obrador: un programa de desarrollo para América Central que, en el mediano plazo, reduzca los incentivos a migrar hacia Estados Unidos. Pero eso tiene dos problemas obvios: 1) ni México ni Estados Unidos están dispuestos a invertir cantidades suficientes para tener impacto y 2) cualquier efecto se sentiría al cabo de varios años.

No parecerían quedar más alternativa que negociar con la administración Biden un arreglo intermedio que saque parte del flujo de las profundidades de la clandestinidad, le permita a México utilizar de manera más estratégica y menos punitiva sus escasos recursos coercitivos, reduzca (así sea en el margen) los incentivos a la corrupción, y limite la politización del tema en Estados Unidos.

No sé dónde se ubique ese punto medio, ni estoy seguro de que se pueda construir una solución de esa naturaleza, pero la gravedad de los hechos de Camargo habla de la urgencia de al menos intentarlo.

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