Como cada mes, se presentó en una conferencia mañanera del presidente López Obrador un reporte sobre la situación de seguridad en el país. Como siempre, el tono fue optimista, privilegiando los datos más favorecedores.

Pero, como siempre, al llegar al tema de los homicidios dolosos, no quedó más que reconocer que la curva se mantiene tercamente plana.

La secretaria de Seguridad, Rosa Icela Rodríguez, afirmó que “en cuanto al homicidio doloso, de enero a septiembre de 2021 con respecto al año anterior disminuyó 3.4%.” Y eso es cierto, pero no particularmente alentador. Muestra que hay movimientos en el margen, pero sin una clara tendencia descendente.

Si se compara el total de víctimas de homicidio doloso y feminicidio en septiembre de 2021 con la cifra registrada en el mismo mes del año pasado, hay un ligerísimo aumento (0.57%). En julio y agosto, en cambio, se registraron disminuciones leves de algo más de 3% contra los mismos meses de 2020.

Y así nos hemos ido desde hace tres años y medio, siempre cerca de 3000 víctimas mortales por mes. A veces un poco arriba, a veces un poco abajo, sin mayores variaciones de mes a mes.

La comparación entre los primeros nueve meses de 2021 contra el mismo periodo de 2018 es particularmente reveladora: hay un incremento de 0.8%. En esos tres años, la población creció probablemente entre 3 y 4%. En consecuencia, la tasa de homicidio habría disminuido entre 2 y 3%.

Dicho de otro modo, nada. O casi nada, sobre todo considerando los niveles en los que se encuentra el país. La tasa de homicidio de estos años se ha ubicado en niveles no vistos desde la primera mitad de los 60 (y con la diferencia de que en esa época sí había una tendencia decreciente).

Esta estabilidad no es fácil de explicar y menos a la luz de la experiencia de lo ocurrido entre 2008 y 2018. Esa fue una década de montaña rusa, con un ascenso explosivo entre 2008 y 2011, seguido de una disminución sostenida entre 2012 y 2014, y una nueva subida en el tramo final del sexenio de Peña Nieto.

Para todos esos momentos, hay algunas teorías para explicar esos movimientos de la curva de homicidios. Ninguna es enteramente satisfactoria, pero todas ilustran una parte del fenómeno.

Pero para esta larga planicie, no tenemos nada muy sólido. Desde el gobierno, se presenta esta meseta como una validación de las políticas adoptadas en el actual sexenio —particularmente la creación de la Guardia Nacional y el despliegue de programas sociales— pero está el menudo inconveniente de que la curva se estabilizó varios meses antes de que López Obrador asumiera la presidencia.

Desde la esquina opositora, la persistencia de altos niveles de violencia homicida se interpreta como la muestra del fracaso de una presunta política de “abrazos y no balazos”. Supuestamente, la violencia está desbordada, porque el gobierno la tolera. Pero si ese es el caso, cabe una pregunta obvia: ¿por qué no aumenta el número de homicidios? La impunidad debería de alimentarse a sí misma y generar una espiral ascendente. ¿Por qué no sucede en este caso?

Insisto en algo que ya he dicho en esta columna: tenemos una comprensión insuficiente del fenómeno homicida en México. Y eso lleva a que la política pública, en todos los niveles de gobierno, sea simplemente inercial. Nadie sabe bien a bien qué funciona para disminuir el uso de la violencia letal en el país.

El resultado es esto que tenemos: una violencia que se ha vuelto ya parte del paisaje.

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