La semana pasada presenté en esta columna algunos datos del Censo Nacional de Seguridad Pública Federal. Uno llamó poderosamente la atención: el escaso número de personas puestas a disposición del Ministerio Público por la Guardia Nacional por el delito de homicidio doloso (seis en todo 2020, para ser preciso).

De ese dato, se deriva una conclusión inevitable: la Guardia Nacional no es ni será en el futuro inmediato el instrumento adecuado para disminuir los niveles de violencia letal en el país.

A raíz de ese artículo, varios de mis amables lectores preguntaron: si no es con despliegue de la Guardia Nacional, ¿cómo entonces? ¿Qué se podría hacer para reducir de manera significativa y sostenida el número de homicidios?

No tengo ni creo que exista una respuesta definitiva a esa pregunta, pero creo que sería útil retomar (escribí sobre esto hace tres años) la agenda presentada por el colectivo #MxSinHomicidios en 2017 (http://www.mexicosinhomicidios.org):

1. Garantizar la procuración de justicia y reducción de la impunidad a través de unidades especializadas de investigación de homicidios y política criminal.

2. Desarrollar programas de prevención prioritaria, tales como estrategias de atención y reinserción de adolescentes en conflicto con la ley, la utilización de terapias cognitivo conductuales, así como sanciones asertivas y eficaces para atender violencia doméstica.

3. Aplicar un modelo de policía orientada a la solución de problemas, que incorpore el uso de herramientas de georreferenciación y análisis criminal, las cuales faciliten la identificación de zonas críticas, así como de los factores de riesgo que deben atenderse en cada localidad

4. Mejorar la calidad y desagregación de la información relativa al homicidio.

5. Fortalecer la aplicación de programas de desarme y regulación de armas.

Otra idea fructífera sería consultar el impresionante Mapeo de Programas de Prevención de Homicidios en América Latina y el Caribe, realizado por Ignacio Cano y Emiliano Rojido, investigadores del Laboratorio de Análisis de la Violencia de la Universidad del Estado de Río de Janeiro en Brasil (https://bit.ly/2k2sAU0). En ese documento, se detallan decenas de iniciativas puestas en marcha en toda la región, con múltiples enfoques, algunas con eficacia ampliamente probada.

También podrían extenderse algunas buenas prácticas adoptadas en entidades federativas. Pienso, por ejemplo, en el programa Alto al Fuego, puesto en marcha en por la Secretaría de Seguridad Ciudadana de la CDMX, y modelado en diversas experiencias de disuasión focalizada en EU.

Como también se propuso en esta columna hace tres años, se podrían adoptar algunos mecanismos que han funcionado razonablemente bien para otros delitos. Por ejemplo, se podría crear una coordinación nacional antihomicidios, siguiendo el modelo de la Comisión Nacional Antisecuestro. Ese ente podría desarrollar una estrategia nacional de reducción de homicidios, facilitar la creación de unidades especializadas en las fiscalías estatales, homologar protocolos de investigación y jalar los hilos burocráticos para llevar recursos presupuestales al tema.

Ideas posibles hay muchas. Intervenciones potenciales también. Pero todo lo anterior requiere un paso inicial: otorgar prioridad suficiente a la reducción de homicidios. No a objetivos abstractos como la “pacificación” ni a metas genéricas de disminución de violencia, sino un compromiso específico: que menos personas mueran asesinadas cada año, hasta llegar a una situación en la que el homicidio sea un delito infrecuente y casi siempre castigado.

Así de explícito.