En septiembre de 2017, la tierra tembló, los edificios se desplomaron y México se vistió de luto. Según datos oficiales, 471 personas perdieron la vida a consecuencia de los terremotos del 7 y 19 de septiembre. Fue una tragedia monumental que concentró la atención del país, detonó una gigantesca oleada de solidaridad y obligó a una movilización sostenida de recursos del Estado.

Una generación antes, en septiembre de 1985, la tierra también tembló y el desastre fue mucho peor: según el conteo oficial, 3,200 personas perdieron la vida, pero diversos recuentos extraoficiales han estimado el número de víctimas mortales en 20 mil. La desgracia provocó una movilización ciudadana ejemplar, produjo una crisis política gigante y detonó un proceso que terminaría liquidando al viejo sistema político mexicano.

Ahora adelantemos el reloj a 2020. Desde el 27 de febrero, la pandemia de Covid-19 ha provocado más de 60 mil víctimas mortales. Al ritmo actual, ese número se duplicará antes de final de año.

Esas son solo las víctimas oficialmente reconocidas. Estudios independientes y estimaciones de las propias autoridades muestran que las muertes en exceso superan entre tres y cuatro veces al número de decesos oficialmente reconocidos.

Eso significa que, en el transcurso de 2020, la pandemia acabará produciendo (directa e indirectamente) entre 360 y 480 mil víctimas mortales. Esto equivale a tener de 18 a 24 terremotos como los de 1985.

¿Y qué ha pasado? Para el tamaño de la tragedia, las repercusiones han sido muy limitadas hasta ahora. Esto no es, como uno anticiparía, el centro de la discusión pública en el país. Contrario a lo que sucedió con los sismos, el gobierno no está contra las cuerdas. Y en la sociedad, no hay una movilización amplia para tomar la causa de las víctimas.

¿Por qué un desastre mucho mayor que los sismos ha tenido un impacto político mucho menor? No lo sé de cierto, pero van algunas posibles explicaciones:

1. La pandemia es un fenómeno de víctimas solitarias. La gente está muriendo en una multiplicidad de clínicas y hospitales, cuando no en sus casas. No hay puntos focales de la tragedia, lugares donde se pueda concentrar la atención. Hay tantas víctimas en tantos lados que la mayoría se acaba volviendo invisible.

2. La pandemia afecta en altísima proporción a personas pobres y con bajos niveles de instrucción formal. De acuerdo a un estudio elaborado por un investigador de la UNAM, Héctor Hiram Hernández Bringas, 71% de las víctimas de COVID-19 no pasaron de la secundaria. La enfermedad se ceba sobre grupos demográficos con bajo peso político y baja visibilidad mediática.

3. El gobierno ha insertado en la discusión pública una condena moral a las víctimas. En esa lógica, las personas que han fallecido son responsables de su desenlace fatal, ya sea por sus malos hábitos alimenticios o por que no han seguido las instrucciones de la autoridad. Es decir, se la buscaron.

Todo lo anterior conduce a la invisibilidad de la tragedia, a víctimas que pesan poco en la discusión moral y política. Receta perfecta para que el gobierno se mantenga como indiferente espectador de la catástrofe.

Esto no puede seguir: tenemos que dar nombre e identidad a las víctimas de la pandemia. Desde los medios, hay que contar historias y no sólo cadáveres. Y desde el activismo, hay que tratar de dar voz a los que no la tienen. En Brasil, se lanzó Inumeráveis, un memorial digital dedicado a contar la historia de cada una de las víctimas del coronavirus en ese país. Tal vez en México podríamos hacer algo similar.

Es urgente que estas víctimas salgan de las sombras, antes de que se les sumen muchas más.

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