Todos lo vieron venir, pero nadie imaginó que el colapso llegaría tan pronto. El domingo los talibanes tomaron Kabul y consumaron su victoria en la larga guerra civil afgana. El poderío militar estadounidense y las carretonadas de asistencia no fueron suficientes para derrotar a una banda de extremistas religiosos mal armados y peor entrenados, pero dotados de una fe inquebrantable.

Y toneladas de opio. Esa es la historia no tan secreta del triunfo talibán. Los insurgentes pudieron resistir primero y crecer después gracias al ingreso casi inagotable generado por la producción ilegal de opio y el tráfico de heroína.

Va algo de contexto. Afganistán es, según la ONU, el principal productor de opio: su producción potencial es de 6,300 toneladas de opio (equivalente a 700 toneladas de heroína, aproximadamente), más del 80% del total mundial.

El opio es por mucho el sector más grande de la economía afgana. Según estimaciones del depuesto gobierno, solo el cultivo representó 7% del PIB de Afganistán en 2017. En cada uno de los eslabones de ese ilícito, estaban los talibanes obteniendo una tajada, a veces a manera de impuesto a los participantes en el mercado, a veces involucrándose directamente en el negocio.

Nadie sabe con precisión cuántos ingresos obtuvieron los talibanes del negocio del opio. Las estimaciones van de 300 a 1,500 millones de dólares por año. Más que suficiente para mantener viva una insurgencia 20 años, poner en jaque a Estados Unidos y sus aliados afganos, y contar en la ofensiva final con al menos 75,000 combatientes.

Y esto además sucedió en medio de intensas campañas antinarcóticos de Estados Unidos y el gobierno afgano, que incluyeron la erradicación masiva de cultivos, la destrucción de laboratorios y el financiamiento de programas de desarrollo alternativo. Nada de eso funcionó, salvo para antagonizar al campesinado afgano y arrojarlo a los brazos de los talibanes.

Pero tomado Kabul, la situación cambia para los vencedores. Seguir tolerando y exprimiendo el negocio del opio es la ruta al aislamiento diplomático. Además, los talibanes saben que lo que ellos hicieron puede ser replicado por otros y que otros grupos insurgentes pueden montarse en la economía del opio para retar al gobierno central. Por último, está un problema de imagen: no encaja muy bien la tolerancia abierta al opio con la imposición de la ley islámica.

Por esas razones, es posible que los talibanes intenten suprimir o al menos contener la producción. Un vocero del nuevo gobierno ha indicado que no se tolerará el cultivo de opio. Y citó como ejemplo 2000 y 2001, cuando la producción desapareció como resultado de una persecución implacable, a un terrible costo humano y alimentando la insurgencia de grupos tribales.

Si los talibanes se inclinan por replicar esa experiencia, podría venir una desestabilización temporal de los mercados mundiales de heroína. Si hay un disparo de precios de la heroína, podrían crecer las exportaciones de fentanilo y otros opioides sintéticos de China a Europa. Eso podría incrementar el precio de importación de esas sustancias (y sus precursores) y acelerar el traslado de esa producción hacia México.

Dicho lo anterior, es improbable que los talibanes logren una supresión prolongada de la producción de opio. No hay en Afganistán (y menos en las zonas rurales) muchas alternativas. En ausencia de una modernización económica acelerada, es muy probable que el negocio del opio regrese a su cauce en pocos meses.

Los talibanes derrotaron a Estados Unidos, pero dudo que puedan derrotar a la amapola.