Dos polos recorren las narrativas dominantes sobre al regreso a clases en el contexto actual de la pandemia. De un lado, con bombos y platillos, se aplaude la digitalización del quehacer educativo, la educación virtual (modelo Netflix), como “idole de l’epoque” (pasó con la productividad hace pocas decenas de años). Sinteticemos, quizá grotescamente, con el argumento de Taquini (h): “la necesidad de repensar las universidades bajo el paradigma Netflix, es decir a través de una plataforma educativa que provea una currícula, insumos para el estudio, espacios de tutoría e intercambio entre pares” (Alberto Taquini (h), “Universidad del futuro: ¿clases online con el formato de Netflix?”, Clarín, 16/05/2020).

Pensando en la educación superior, del otro lado, la crítica a la virtualidad, con un abanico de tensiones: el modelo de educación virtual es excluyente y exclusivista; no es el resultado de la consulta a los gremios docentes y administrativos; genera mecanismos de vigilancia y castigo, así como de control del proceso de trabajo –el capitalismo de la vigilancia que en sus detalles de punta ha sido estudiado por I. Ramonet y S. Zuboff, entre los principales-, que evidencian el uso capitalista de la tecnología, su no neutralidad.

Como si se tratara de una historia concluida, ambos argumentos se encuentran en el punto final, que es visualizado como un acontecimiento, aunque realmente forma parte de un proceso. Por ello, exclamaciones como la de H. Bellinghausen: “¿Cómo desarrollarán los jóvenes su sentido crítico? ¿Cómo aprenderán a cambiar, entenderse, convencer, llegar a acuerdos o definir incompatibilidades en el espacio de una experiencia real y no “transmitida”?” (“Descomunicados”, La Jornada, 10/08/2020), como si la experiencia que ya se está viviendo fuera la crónica de un modelo de educación anunciado (y aplicado), que llegó para quedarse, incluso como si no fuera parte de la realidad. Pero no hay un fin de la historia (F. Fukuyama dixit), los actores educativos la estamos construyendo, ni es una historia para siempre.

El pensamiento crítico está presente. M. Roitman señala: “La universidad pública será una caricatura de sí misma, al introducir el ideario empresarial de las universidades privadas” (“La universidad pública y presencial agoniza”, La Jornada, 04/08/2020). Pero de nueva cuenta, al no tratarse de un acontecimiento aislado sino de un proceso, es pertinente señalar que la espesa discusión sobre el peso del capital en la labor educativa, en la educación pública en especial, ha sido motivo de reflexión desde hace mucho tiempo.

En 2003, E. Ibarra, un colega de la UAM que murió prematuramente, planteaba: “Las universidades en los tiempos actuales se encuentran subsumidas a la economía y el mercado, perdiendo la autonomía de la que gozaron en otros momentos, para incorporarse a redes de producción en las que las decisiones académicas empiezan a ser tomadas a partir de las motivaciones económicas”. Antes de Ibarra, M. de Ibarrola hacía una crítica a la subordinación de la educación a la productividad.

En 2004, en El estudio de las organizaciones en México. Cambio, poder, conocimiento e identidad, bajo la coordinación de L. Montaño, Anabela López Brabilla, resaltaba en su análisis la empresarialización de la sociedad, manifiesta en la transferencia de prácticas y formas particulares de los procesos de acreditación de la investigación en las Instituciones de Educación Superior (IES).

En 2006, yo inquiría sobre el concepto de capital humano, tan presente en nuestras IES, a partir de la reflexión que sugiere A. Schultz, cuando planteaba que “La educación es una inversión...en técnica y conocimientos que acrecienta los futuros ingresos...”. No se aparta este planteo teórico de la realidad nacional, si atendemos de que “existe un incentivo creciente a la acumulación de capital humano en la forma de escolaridad debido a que los diferenciales de ingreso aumentan conforme se asciende en la escala educativa”, como plantean Llamas y Garro, esto en el 2003. Asimismo, bajo el argumento del peligro de que el sistema educativo se sumerja en la lógica del mercado, que en sus orígenes implicó trasladar la experiencia de la industria a las escuelas, desde diferentes latitudes destaca la crítica a la pretensión de ceñir lo educativo a la lógica del capital, a que la educación se subordine a la nomenclatura hegemónica de los negocios.

El proceso de subordinación de lo educativo a la lógica del capital tiene una historia larga, o como indicara Ritzer, se trata de la profundización del fordismo (ese americanismo que tanto preocupaba a Gramsci), hoy presente en la mcdonaldización de la sociedad.

En 2014, en su tesis de grado, Liliana Cruz Hernández (UAM-I), revisaba la influencia de la empresa en la universidad pública, poniendo el acento en la Facultad de Estudios Superiores Acatlán, analizando la transferencia de modelos organizacionales.

Son un puñado de ejemplos. Hay muchos más. Así, la introducción del ideario empresarial, de la gravitación y de prácticas de las universidades privadas en las universidades públicas, no es un problema de coyuntura, aunque claro que es un problema. No obstante, nuestras universidades públicas, en general, están de pie, con sentidos y determinaciones en disputa, lo que es parte del espíritu universitario. Mucho tarea por delante en desenredar y descifrar.

Descolocado y con incertidumbre, como todas y todos, el secretario de Educación Pública señala, pensando en la educación básica, que la Nueva Escuela Mexicana “responde a las necesidades que demanda la realidad”, sin pretender que se sustituya la educación presencial por la virtual, en todo caso aplicando un modelo híbrido (El Universal, 10/08/2020). Este argumento está presente en las IES, y es muy seductor -“El tiempo penetra el cuerpo, y con él todos los controles minuciosos del poder” (Foucault)-, en lo que hace al control de los procesos de trabajo múltiples que se realizan en ellas, sobre todo pensando en un futuro en el que empujaría el neoconservadurismo para que sea dominante lo virtual sobre lo presencial –disminución de costos y de la gravitación de los sindicatos, como parte del menú-.

En desacuerdo con el fin de la historia, vale resaltar que como humanidad sobrevivimos a la peste y la lepra en el siglo XVIII. Sin apologías, pero sin demeritar al mismo tiempo a la tecnología, resaltando la resistencia de la condición humana, el siglo XX fue el de las revoluciones, de una pandemia mayúscula en el período 1918-1920 y de guerras infinitas, en las que como plantea. E. Hobsbawm en su Historia del Siglo XX, sin anestesia resalta el sufrimiento personal y la violencia ordinaria. En sus registros destaca a los que “regresaron sin palabras”. Habrá sobrevivientes a la gran pálida (espero contarme

entre ellos), los que en diferentes lenguas y acordes entonarán algo parecido al “Yo pisaré las calles nuevamente…”.

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