¿Por qué será que el público mexicano le huye a los documentales? Yo tengo una teoría.

Hace 30 años (tal vez más) cuando iba en la secundaria había una clase que odiaba: la de “educación” física. Aunque admito que estaba bueno salir del salón para recordar qué era el sol, no era una clase que me emocionara en absoluto. Para mi “educación física” era un recreo glorificado y sujeto a calificaciones.

El problema era que cuando llovía, la clase de deportes se convertía en clase de cine: nos metían a algún auditorio y nos obligaban a ver un documental (siempre un documental), usualmente sobre naturaleza, y siempre, siempre, siempre era aburridísimo.

Obvio nadie ponía atención, todos platicaban, y los “maestros” de educación física eran los primeros en bostezar o hacerse de la vista gorda porque ellos tampoco entendían nada del mentado documental.

Décadas de educación pública confirman mi teoría: aquellos que fuimos sometidos a la tortura de esos documentales a cambio de la clase de deportes hicimos una ecuación difícil de borrar de nuestras mentes: “aburrición = documental”.

Obviamente uno crece y se da cuenta que el género documental es fascinante y que irónicamente los directores mexicanos hacen muy buenos documentales. Pero no todos corren con la misma suerte, la ecuación “aburrición = documental” se queda grabada para siempre. Gracias, SEP.

¿Pero a qué viene todo esto? Bueno pues resulta que Werner Herzog tiene un nuevo documental (ya lleva dos documentales y una película tan solo en 2020), se llama Fireball: Visitors from Darker Worlds.

Junto con el vulcanólogo británico Clive Oppenheimer (esta es su segunda colaboración juntos), van tras la pista de aquellos lugares donde han caído meteoritos importantes: desde Yucatán en México hasta incluso la Meca (a dónde obviamente no podían entrar pero mandaron a un infiltrado con un celular).

Los meteoritos -explica Herzog mediante su siempre enigmática voz en off- resultan enigmáticos porque en ellos viajan minerales cuyo origen se remonta al inicio del universo. Es como si dios (o la naturaleza) nos mandaran un mensaje, que inevitablemente termina en una sensación de pequeñez absoluta.

Así, cineasta y científico recorren el mundo mostrando las mitologías que el arribo de estos objetos celestes han provocado, que van desde interpretaciones religiosas hasta otras menos densas e incluso chuscas.

Casi tan sorprendente como las imágenes en microscopio de los muchos meteoritos que analizan en el filme (recomiendo ampliamente ver el documental en 4K), es la pasión con la que los entusiastas de estas rocas hablan sobre ellas a cuadro.

Se trata de hombres y mujeres absolutamente apasionados con estos mensajes que caen del cielo. Tenemos, por ejemplo, el caso de un músico que se va al techo de un gran estadio de Oslo y ahí recolecta lo que para usted o para mi sería simple tierra, pero resulta que se trata de polvo estelar, y que no solo eso sino que constantemente la tierra se ve bañada por ese polvo.

Apoteósico también el momento en que un científico asiático encuentra en la Antártida un meteorito. El hombre no solo brinca de felicidad, en medio de la nada, sino que además rompe en llanto.

Esa pasión por la ciencia, por el espacio y por conocer un poco más de lo que hay allá arriba es el mejor retrato de este documental. Herzog descubre (y nos descubre) una especie de espiritualidad científica, el rendirse ante la vastedad del universo y sus claros mensajes que hablan sobre la vastedad del universo.

Me hubiera gustado tener esa pasión por la ciencia y la naturaleza en la secundaria. ¿Qué habría pasado si en ese entonces me hubieran puesto un documental de Herzog? Seguramente no habría pasado nada, me hubiera aburrido igual, y es que aceptémoslo: en la adolescencia todos somos bastante idiotas.

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