Si en los años setenta del siglo XX la destrucción democrática era mediante un golpe de Estado, como le pasó al gobierno de Salvador Allende en Chile, hoy es mediante la captura institucional, la desaparición de contrapesos, las violencias reales y simbólicas y el fraude a la ley. Hay gobiernos que se vuelven tipos ideales de estos procesos, como el caso de El Salvador, que hoy es un paradigma para entender ante qué estamos.

El próximo 4 de febrero habrá elecciones en El Salvador y parece que Nayib Bukele será reelecto como presidente. Ante la prohibición constitucional para reelegirse, Bukele encontró cómo darle vuelta a la ley para poder tener una reelección continua con la complicidad de la Suprema Corte. El trámite fue pedir una licencia unos meses antes de la elección, pero nunca dejó de ejercer el poder.

Gilles Lipovestsky tiene razón cuando afirma que el sistema de derechos humanos es “el auténtico código y axiomática moral de las democracias liberales”, por eso, gobiernos como el de Bukele se vuelven un laboratorio para observar cómo se destruye una democracia. El Salvador tiene graves problemas de violencia, pobreza y pandillerismo, lo cual lleva a un dilema: se enfrenta a esos retos con más Estado de derecho y democracia, o se burla la ley y se implementa una violación a los derechos humanos bajo la consigna de que el fin justifica los medios. En este caso la opción ha sido la segunda. A estos gobiernos antes les decían autoritarios, pero hoy tienen un añadido: están contaminados de populismo.

Bukele se encargó de capturar al poder judicial y acabó con la autonomía de los jueces, logró la destitución de muchos magistrados de la Suprema Corte y puso jueces a modo, con lo cual echó abajo los avances democráticos que se habían logrado con los Acuerdos de Paz. Con un poder legislativo dominado por el presidente, se hicieron modificaciones la Código Penal y se logró tirar el debido proceso, la presunción de inocencia, el derecho a la defensa, con lo cual ahora se llevan adelante acciones que permiten a la autoridad actuar sin autorización judicial de un juez.

Más adelante, Bukele instaló un régimen de excepción que se inició en marzo de 2022, con lo cual se ha generado, según Amnistía Internacional: “una violación sistemática, masiva y sostenida de los derechos humanos de la población salvadoreña”. De acuerdo con esta organización, hoy este gobierno ha establecido “una profundización de un enfoque punitivo y represivo en materia de seguridad pública, no hay debido proceso penal debido al debilitamiento de la independencia judicial, y existe tortura y malos tratos hacia personas privadas de su libertad” (CNN en español).

¿Qué consecuencias ha traído para El Salvador este conjunto de acciones, violaciones y omisiones? Hay más de 72 mil personas detenidas, y la gran mayoría sin una orden de aprehensión, por lo cual hoy ese país cuenta con la tasa más alta de encarcelamiento del mundo, 1927 personas por cada cien mil habitantes (WOLA). El maltrato en las cárceles ha provocado la muerte de al menos unas 190 personas. La estigmatización de los jóvenes es contundente al grado de que al que trae un tatuaje prácticamente significa cárcel de forma casi automática, situación que se ha agravado con el régimen de excepción. Las cárceles son un negocio, actualmente se terminó una megacárcel que tiene capacidad para unos 40 mil detenidos; ya alberga a doce mil reclusos, es el Centro de Confinamiento de Terrorismo (CECOT). Las cárceles pueden ser un infierno, porque se trata de lugares donde no hay atención médica, pero si maltrato y tortura, como lo han documentado varias organizaciones civiles locales e internacionales.

Este populismo de derecha ha recortado gasto social y ha castigado derechos y libertades. Ha perseguido y espiado a periodistas independientes con la tecnología Pegasus, muy conocida en México, con lo cual se ha obligado a organizaciones de periodistas independientes a migrar a otros países. El Salvador ha pasado de la violencia pandillera a la violencia estatal, mientras este gobierno prepara la segunda temporada de su ‘manual para destruir el sistema democrático’.

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