Cuando las cifras ya no conmueven. Cuando la crueldad extrema que miramos a diario en las pantallas nos lleva de la impotencia y la perturbación efímera a la anestesia. Cuando las marchas resultan insuficientes para abatir la indolencia. Y cuando las palabras para describir el horror cotidiano de la violencia en México ya se agotaron y no sabemos cómo nombrarlo y menos cómo entenderlo, irrumpen los otros lenguajes en nuestro auxilio. Uno de ellos es el cinematográfico.

Los Plebes es un documental, acerca de la juventud y el crimen organizado, que registra la vida cotidiana de jóvenes sicarios en Culiacán, Sinaloa. Sin una gota de sangre en la pantalla. Sin un solo torturado a cuadro, sin necesidad de repetir una y otra vez la imagen del cuerpo mutilado de una persona, la pieza resulta un viaje a la intimidad de chavos reclutados por la delincuencia. Son víctimas y victimarios de quienes poco se habla y a quienes poco se ofrece antes de caer en las redes de las mafias.

“A la sinceridad con la realidad se le llama verdad”, dijo hace unos días el sacerdote jesuita Héctor Fernando Martínez. El vicario general de la Diócesis en la Sierra Tarahumara hablaba en la radio acerca de la violencia en Chihuahua y, desgarrado por el asesinato de sus compañeros Joaquín Mora y Javier Campos, exhortó a que se les escuche y que la sociedad y el Estado abran los ojos a lo que está sucediendo en las comunidades rarámuris. Describió las aspiraciones, por falta de expectativas, de la niñez marginada. Y la urgencia de reestablecer el tejido social.

Esa mirada sincera a la realidad es justo lo que encuentro en Los Plebes que ayer comentamos, luego de su proyección, en el Colegio de México dentro del Seminario sobre Violencia y Paz. Dirigido por Eduardo Giralt y Emmanuel Massú, el documental muestra y no enjuicia. Sus personajes son, no actúan. Tienen rostro, historia y un entorno precario donde conviven el culto a las armas y a la Biblia, a la Santa Muerte y a San Judas Tadeo. Lejos del glamur padecen la explotación. Jóvenes en situación de pobreza reclutados por el crimen con promesas y fantasías que los arrastran a una nueva esclavitud: viven atados al celular y al radio, por si llama el patrón; a la coca, la mota y el alcohol; a la sentencia de que dentro del cártel “otro más verga te tumba y toma tu lugar”, a la fatalidad de que “lo que empieza recio, recio termina”. Así es: “easy comes, easy goes. No hay salidas, solo si te encierran o te matan”.

Un joven protagonista sin máscara y varios adolescentes con el rostro oculto muestran ese mundo suyo donde la palabra “verga” gobierna el lenguaje. Vienen de familias rotas, el padre ausente y la madre que espera dinero. Conmueven la soledad y la necesidad de pertenencia. La reserva de ternura volcada hacia sus perros. El entrenamiento de tiro donde juegan como niños. El videojuego y la risa. Y luego a matar. Los sueños truncados: “yo quería ser veterinario”, “yo era muy bueno para matemáticas”, “quiero hacer una vida normal”, “cuando el jefe me pregunta qué deseo de cumpleaños quisiera decirle que mi libertad”.

La narcocultura y el machismo están implícitos sin estridencias, lo mismo las ejecuciones que no se ven, pero se presienten. El de los plebes es daño físico y psicológico. Dice el protagonista que tiene Síndrome de Déficit de Atención. Y que vive “en modo avión”. ¿Alguien piensa resetearlo?

Milán Kundera lo advertía: “Los pueblos también son responsables por aquello que deciden ignorar”.

adriana.neneka@gmail.com