Antes de entrar al museo recuerdo una historia que contaba Sergio Pitol. Hace muchos años, en Monterrey, entró a la galería de Guillermo Sepúlveda un niño de ocho o nueve años, muy delicado, muy bien vestido; deambuló por las salas y de pronto se detuvo, absorto, largo rato delante de un cuadro de Gunther Gerzso. Poco después se abrió la puerta y un chofer uniformado se acercó al chico para indicarle que ya era hora de partir. Durante meses se repitió la misma ceremonia. El niño entraba, no saludaba a nadie, y se paraba frente a un cuadro o dos, hasta que el chofer le recordaba que era tiempo de marcharse. Un buen día desapareció.

Diez años más tarde, según le narró Sepúlveda a Pitol, se presentó un joven en la galería con un cuadro bajo el brazo y se lo mostró al dueño. Era Julio Galán, quien a punto de terminar la carrera de Arquitectura había decidido dedicarse a la pintura. Y el galerista, que reconoció en él al niño de las visitas silenciosas, le organizó su primera exposición en 1980 y luego otras dos en 1982 y 1983. En 1984 el pintor se marchó a Nueva York donde conoció a Andy Warhol, Francesco Clemente y críticos y galeristas que valoraron su obra. Regresó a México seis años después con todo un éxito internacional a cuestas.

Conocí la obra de Julio Galán cuando el MARCO de Monterrey le hizo una retrospectiva en 1993; él tenía 34 años. Fracasé en mi intento de una entrevista, pero devoré con los ojos aquel despliegue de maestría y de imaginación en un artista tan adicto a sí mismo, como seductor y fascinante. Hace unos días recorrí de nuevo su universo plástico en el Museo Tamayo, donde se presenta Un conejo partido a la mitad, exposición de 80 cuadros y esculturas de este artista que nació en Múzquiz, Coahuila (1959), vivió en Monterrey y murió en Zacatecas (2006) debido a un derrame cerebral.

Se ha dicho que era el pintor de lo “inexpresable”. Y es que su obra, inquietante, profunda y compleja, se resiste a etiquetas o categorías. El crítico Jerry Saltz escribió que “Julio Galán pinta los espacios silenciosos que hay en el pensamiento”. Otros ven la nostalgia, el dolor, la sexualidad y la represión, el juego, la soledad, lo sagrado y lo profano, la ironía y la perversidad. Obra que va del deseo al sacrificio, de la magia a la realidad. Se autorretrata en su cuerpo y en el de otros, se traviste, se disfraza, es un subversivo de las identidades sexuales y de las construcciones nacionalistas. Crea atmósferas de sueño, sonambulismo y encantamiento. Impregnada de fantasía y de símbolos, de iconografías infantiles y religiosas, de animales, frutas y verduras, de rosas y espinas, de placer y culpabilidad, de autocontención y explosión liberadora, la obra de Galán es laberinto y escenografía dislocada, como los sueños.

Las presencias que habitan su obra van de la cultura popular mexicana a la literatura de Marcel Proust, de la pintura de los Países Bajos del siglo XVII al mundo de Lewis Carroll, de Fra Angélico a Watteau, del cómic a Francesco Clemente, de David Hockney a los calendarios típicos de México, de las ilustraciones de cuentos infantiles a Francis Bacon, del surrealismo al simbolismo y de Moreau a Frida Kahlo.

La exposición, curada por Magali Arriola, directora del Tamayo, incluye las fotografías que le hicieron al pintor, como personaje, Graciela Iturbide, Juan Rodrigo Llaguno y Enrique Badulescu. Cuando salgo del museo, una idea de Nietzsche visita mi pensamiento: “Tenemos arte para no morir de la verdad”.

adriana.neneka@gmail.com

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