Mi solidaridad con los periodistas señalados desde la pantalla presidencial.


Leí hace muchos años La peste de Albert Camus. Pero la relectura de esta novela en días de pandemia es otra cosa. Porque nos hace sentir menos solos en lo que vivimos a nivel más profundo: la muerte a nuestro alrededor, el confinamiento como exilio, la inquietud y la incertidumbre, la separación de nuestros seres queridos, el anhelo del reencuentro, el valor del consuelo, del amor y de las amistades, la indiferencia por agotamiento, la soledad y la locura, la felicidad de los pequeños grandes momentos, el frío golpe de las cifras, el heroísmo de quien se dedica a sanar a los demás, los entierros solitarios, la cercanía o lejanía de Dios, el ejercicio de la empatía y la simpatía, la burocracia, los desesperados y los esperanzados.

Desde la primera página del libro, Camus nos ubica en Orán, una prefectura francesa en la costa argelina, en algún momento del año “194…” y nos enfrenta a la idea de que para conocer una ciudad hay que averiguar cómo se trabaja, se ama y se muere en ella. Lo leo mientras evoco a millones de personas esclavizadas frente a la computadora y a millones más que sufren sin trabajo; mientras abrazo mensajes donde los afectos se desbordan desde la conciencia de nuestra vulnerabilidad y mientras miro cada noche escenas de gente que muere sola y sin una despedida digna.

“La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño y mal sueño son los hombres los que pasan (…)”, me dice Camus desde una historia donde las autoridades se preguntan cómo manejar la información ante la opinión pública para no inquietarla demasiado, y el médico principal propone reconocer claramente lo que debe ser reconocido y tomar las medidas convenientes: “No debemos obrar como si la mitad de la población no estuviese amenazada de muerte, porque entonces lo estará”.

Del inicio de la peste hasta el fin del confinamiento, la novela de Camus nos retrata. La distancia en el tiempo solo es notable en el tema de los medios de comunicación. En la década de los años 40 no había televisión, Internet o redes sociales. Había correspondencia, que se prohibió para evitar que las cartas pudieran ser vehículos de infección. Las comunicaciones telefónicas interurbanas ocasionaron tales trastornos en las cabinas públicas y en las líneas que fueron limitadas a emergencias. Había telegramas: “Sigo bien. Cuídate. Cariños”. Salvo por la tecnología, nos parecemos mucho a los ciudadanos de Oran. Sobre todo, cuando conjugamos el verbo recomenzar.

En esa dirección, dos libros nuevos. Uno es El futuro comienza ahora. De la pandemia a la utopía, del sociólogo Boaventura de Sousa Santos. Y The Empathy Diaries, de Sherry Turkle. Pionera de Internet y hoy, una de las voces más críticas de la vida conectada a una pantalla, reconoce el valor de las redes digitales como vías de comunicación en el encierro, pero también observa lo mucho que ahora apreciamos el valor del encuentro presencial.

Turkle advierte en una entrevista con Wired: “Nos enamoramos tanto de lo que las máquinas pueden hacer, que olvidamos lo que la gente puede hacer”. Por eso también hay que leer a Camus, para no olvidar que, a pesar de tanto absurdo, todavía es posible una redención.

adriana.neneka@gmail.com

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