El estado más seguro del país es también el estado con los niveles más altos de discriminación, hablamos de Yucatán. No es un dato de inercia histórica, es un dato de repunte reciente. En esa entidad la discriminación aumentó, según el Inegi, un 52% en los últimos años. Eso huele mal.

En el estado natal de figuras históricas de la lucha por la igualdad social y de género, como Felipe Carrillo Puerto o Rita Cetina, el crecimiento económico reciente ha traído la máxima expresión de la tensión social: la discriminación.

La discriminación es la máxima expresión de tensión social porque es síntoma de una desigualdad económica que coincide con líneas étnicas y de género. Una desigualdad económica que las afecta más a ellas, que se ensaña con la diversidad de expresiones culturales y, hay que decirlo, con un color de piel moreno y el hablar de una lengua indígena.

La discriminación destruye el tejido social, pues es la expresión soterrada de sociedades que tienen algún tinte clasista y racista, donde una élite acapara los beneficios de la prosperidad y utiliza sin reparos adjetivos como “malolientes” para descartar a amplios sectores de la población.

Lo anterior es grave, pues Yucatán debe su magia reciente como lugar para vivir, invertir, producir y hasta ser recipiente del compromiso presidencial de llevar a cabo obras estratégicas a la idea de ser una colectividad fuerte y armónica.

Sin embargo, cuando los pescadores ven sus costas llenarse de desarrollos de lujo que ellos jamás podrán habitar; cuando los centros históricos se convierten en zonas que expulsan a sus habitantes y usuarios tradicionales para convertirse en atractivos turísticos de alto valor, cuando el productor rural a lo más que puede aspirar es a ser aparcero de grandes conglomerados de la agroindustria global o cuando los jóvenes saben que su mejor destino será ser obreros bien calificados de industrias que ven al estado como mera plataforma logística, algo se rompe en la armonía social, la discriminación se dispara y el resto ya lo conocemos.

Yucatán todavía está a tiempo de dar un sentido comunitario y de inclusión a su desarrollo. Evitemos ser personas herederas de un legado cultural milenario que millones visitan, pero que no reciben los beneficios justos por su esfuerzo, por su sudor, por el olor que deja el trabajo duro bajo el sol, edificando construcciones y fábricas, tirando redes al mar, conduciendo vehículos utilitarios o tendiendo vías del tren.

En el país algo olía muy mal en el 2018 y la ciudadanía decidió darle un nuevo sentido social a la democracia en México, porque aspiraba a tener gobernantes con sentido humano y no simples gerentes de un gobierno que cuidara los intereses de unos cuantos.

En Yucatán el mágico olor de la seguridad y la armonía social se puede ir si no hay un compromiso real del gobierno y del sector productivo para compartir la nueva prosperidad con quienes hacen que el estado funcione y produzca. Crecimiento económico con creciente discriminación es algo que anuncia problemas muy serios en el futuro inmediato, es momento de tomar un nuevo y mejor rumbo. No compartir la prosperidad es lo que siempre olerá mal.

Senador de la República por Yucatán, @RaulPazMX

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