Uno de los ejes principales que un gobierno debe atender, es la seguridad de su población. Por tanto, es común que durante la gestión de una administración, y aún más durante los procesos de campañas electorales, los políticos y candidatos propongan una serie de reformas penales en aras de lograr una mayor seguridad y combatir la delincuencia. Esta es una práctica constante y que ya no nos asombra, dentro de los planes de trabajo de cada gobierno en turno, las propuestas en materia de seguridad siempre van acompañadas de reformas penales. Y no es por negar la realidad, en México tenemos serios problemas de inseguridad y violencia, sin embargo, el aumento en la creación de tipos penales y en la severidad de las penas por sí solos, han mostrado no ser la solución.

Como país, hemos caído en la trampa del uso excesivo del derecho penal como la “vía rápida” para alcanzar las exigencias de seguridad y justicia, sin existir realmente una disminución en la incidencia delictiva. La creación de nuevos delitos, el aumento de penas privativas de libertad y la disminución de excluyentes del delito no son más que placebos que alimentan un discurso erróneo de justicia que se basa en la sed de castigo y venganza. La amenaza de castigos más severos para las personas que cometen algún delito, es muy atractiva para el ojo popular, pero no funcionan. Un castigo más grave para el victimario, no representa un mayor beneficio para la víctima. Incluso, por la manera en que funciona nuestro sistema penitenciario, el tener a cada vez más personas en la cárcel y por cada vez más tiempo, aumenta la posibilidad de reincidencia. El populismo penal es una respuesta superficial que no repara en las causas, en los factores sociales que llevan a la comisión del delito y que dañan el tejido social, y que se tapa los ojos frente al problema capital: la impunidad. No necesitamos más delitos y más penas, necesitamos fortalecer nuestro sistema de justicia; no necesitamos combatir a las personas con violencia institucional, necesitamos erradicar la impunidad.

Una de las funciones del derecho penal es la prevención del delito, sin embargo, ésta no se logra con la simple existencia de una ley. No podemos desnaturalizar el derecho penal y fijarnos en uno solo de sus elementos, ignorando a los demás: junto a la función de prevención, está la finalidad de reinserción. Además, no olvidemos que el derecho penal es la última ratio, de manera que no puede ser la respuesta para toda problemática social. También, para que el derecho penal sea derecho penal, se deben cumplir los principios de proporcionalidad y racionalidad de las penas, principios que nuestros legisladores con frecuencia parecen olvidar. Cuando el derecho penal se contamina de populismo, se convierte en una promesa vacía que, al no incluir soluciones alternativas con miras a la reparación integral del daño, a la atención de las víctimas, a la prevención eficaz del delito y a la restauración del tejido social, deja de cumplir con sus objetivos y participa de un sistema viciado que incrementa y suma a la violencia, aquella que en origen buscaba menguar.

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