Washington.— Los compases finales de la campaña electoral estadounidense tienen paradas obligadas en los debates presidenciales, algo así como una pelea de boxeo a tres rondas (cuatro si se añade el encuentro entre aspirantes a la vicepresidencia) en la que los dos contendientes, cada uno en su esquina, intercambian golpes y propuestas sobre un mismo cuadrilátero y a escasos centímetros de separación.

Es un enfrentamiento limpio, sin concesiones, crudo y crucial para los contendientes. En medio de la vida política estadounidense, con su circo mediático constante, intenso y asfixiante, los debates son una pausa necesaria, un día marcado claramente en las agendas y necesario para asentar la contienda.

“Los debates sirven a la democracia, permitiendo a los ciudadanos juzgar posiciones rivales”, explica a EL UNIVERSAL David Frank, profesor de retórica en la Universidad de Oregon. Para Mitchell McKinney, experto en comunicación política de la Universidad de Missouri y autor de algunos libros sobre la materia, son “una de las formas más útiles de comunicación de campaña para los votantes”, el único momento en el que los candidatos “aparecen juntos, cara a cara, permitiendo a los votantes hacer una comparación de uno y otro”.

Podría parecer que en pleno siglo XXI, con la campaña extenuando a la opinión pública y en una sociedad cada vez más polarizada que reduce el número de indecisos y votantes independientes que no se afilian ni a un bando ni a otro, los debates son cosas de otra época, que son inútiles. Sin embargo, todos los expertos consultados por este diario afirman que siguen teniendo validez, vigencia e importancia para las elecciones y, más importante, en los efectos que puede tener en el resultado final.

“[Son] importantes porque mueven una atención mediática significativa y son normalmente los eventos más vistos de la campaña”, apunta a este diario Tom Hollihan, experto en comunicación política de la Universidad del Sur de California.

En principio un debate electoral debería servir para la exposición de programas e ideas, permitir el contraste y el diálogo, y hacer que el votante, con esa información, decida sobre el sentido de su voto. Una situación cada vez menos común, dada la reducción de indecisos fruto de la polarización, pero que para expertos como McKinney son de capital importancia. “Aunque sólo un pequeño número de votantes use los debates para tomar su decisión”, dice, “eso podría afectar ciertamente el resultado en una elección ajustada”.

El sentido de los debates no es tanto cambiar posiciones políticas, sino, como apunta Tammy Vigil, profesora de comunicación en la Boston University, “motivar a la gente para realmente ir a la urnas”. Coincide Todd Graham, director de debate de la Universidad del sur de Illinois y experto en debates presidenciales de la CNN, apuntando que la participación será realmente crucial en un contexto pandémico. “Es lo que va a decidir esta elección —apunta Graham— y los debates pueden ser un factor motivante significativo del incremento de la participación de votantes para cualquiera de los candidatos”.

Una buena actuación, ser considerado el vencedor de cada asalto y usar ese empuje como revitalizador de la campaña y de la opinión pública, es fundamental, y es algo que los candidatos tienen que buscar desde el primer momento, cuando suena la campana del primer asalto.

“Al fin y al cabo, el primer debate establece el tono para todo lo que vendrá después”, dice Graham. Para McKinney, empezar con buen pie es primordial, porque si “un candidato comete un error o mete la pata en el primer debate, tiene que usar los siguientes debates como control de daños para reparar cualquier daño cometido a su imagen o percepción pública basada en un debate inicial flojo”.

La primera parada es en Cleveland (Ohio), sede de la convención republicana en 2016. Ohio es reconocido por muchos como el barómetro definitivo de los resultados electorales: desde 1964 no ha fallado ni una vez en darle la victoria al candidato que finalmente terminaba entrando en el Despacho Oval. Y, si bien este año parece estar fuera del radar de quienes determinan cuáles son los estados en los que fijarse, las encuestas prevén una pelea ajustada por los 18 electores en juego, que pueden ser importantísimos en caso de una elección reñida.

En la moderación del debate estará Chris Wallace, reconocido y respetado periodista de Fox News. Él decidió los temas que se hablarán durante los 90 minutos de debate, sin anuncios ni pausas, divididos en seis fragmentos de 15 minutos: el historial de los candidatos; el Tribunal Supremo; Covid-19; la economía; racismo y violencia en las ciudades, y la integridad de las elecciones.

“Quizá no ha habido ningún debate más importante hasta la fecha, y el 29 de septiembre se está presentando como una fecha memorable para la posteridad”, escribe Aaron Kall, director de debate de la University of Michigan, en su libro Debating the Donald, compartido con este diario por su autor.

La presencia de Trump convierte el debate político en algo más que eso: un espectáculo televisivo que nadie puede perderse. Ya fue así en el ciclo electoral de 2016, cuando la gran mayoría desconocía al entonces magnate y quedó sorprendida por las formas rudimentarias y las salidas de tono. “Debatir con Trump nunca incluye un momento aburrido”, escribe Kall, “y este otoño ciertamente no será diferente”.

Todos los expertos consultados por este diario auguran unos encontronazos entre Trump y Biden parecidos a los que ya se vivieron en 2016 entre el presidente y la demócrata Hillary Clinton, los debates “más conflictivos y orientados en los ataques en la historia”, según McKinney.

“Trump será Trump. Arisco, desagradable, insultante, y [lleno de] engaños, distorsiones y mentiras. No creo que sepa cómo ser de otra manera”, apunta Hollihan. Una retórica que, como apunta Frank, está pensada claramente para atraer al votante blanco en estados bisagra, los mismos que movilizó en 2016.

“Es evidente que cree que es efectivo y no tiene intención de cambiarlo”, remata Graham. “No creo que sepa cómo debatir o hacer campaña de otra forma y sus seguidores parece que disfrutan de eso, así que nunca tiene que pagar por no ser presidencial o ser desagradable a sus ojos”, concluye Vigil.

Biden, que desde el jueves se está preparando concienzudamente para el primer asalto, tendrá que decidir si entrar al barro o mostrar otra imagen. Teniendo en cuenta que toda la atención mediática y del público estará más pendiente de frases ingeniosas y del comportamiento de cada uno, dejando de lado planes políticos o ideas concretas, el demócrata tiene un reto.

Las expectativas creadas sobre la actuación de cada uno de los candidatos tendrá un peso significativo. La percepción de la actuación, moldeada por los mensajes previos, determinan impresiones. La campaña de Trump, en paralelo a los insultos del presidente contra Biden y las acusaciones de que el demócrata consume algún tipo de vigorizante para mantenerse despierto —insinuación que ya usó en 2016 contra Clinton, y ahora repite solicitando un test antidroga antes de empezar—, insiste en elevar la capacidad de debate de Biden, recordando su larga experiencia como político.

No es una táctica nueva: como explica Frank, es algo que ya empleó —con éxito— Matthew Dowd, estratega en jefe de George W. Bush, argumentando que John Kerry, el oponente de Bush, era el mejor debatiente desde Cicerón.

“El engatusamiento de Trump sobre las habilidades de Biden es un viejo truco que los tipos han estado haciendo por mucho tiempo. Establece el listón más alto para el oponente y más bajo para el que hace la declaración”, recuerda Vigil.

Kall, en su libro, apunta directamente que “los ganadores y perdedores de los debates presidenciales de este año se determinarán mayormente por las expectativas de los candidatos establecidos por los medios y los votantes”. Y, en cierta medida, dependerá de quién consiga el momento más memorable, quien no meta la pata de alguna manera.

En ese sentido lo que sí han perdido estos eventos es profundidad del mensaje, exposición de ideas. “Mucha gente está atraída por ese factor de entretenimiento más que por los elementos deliberativos del debate. Es más fácil para la mayoría de la gente ‘sentir’ a los candidatos que realmente pensar sobre ellos”, expone Vigil.

Kall asegura que son las “ocurrencias y comentarios ingeniosos”, cada vez más presentes, los que “moldean la percepción de quién es declarado vencedor” y, por tanto, domina el ciclo mediático posterior. Una deriva a la que ha ayudado enormemente Trump, creando distracciones con sus insultos y palabras fuera de tono, que alejan el debate de elementos sustantivos. “Eso degrada nuestro diálogo político —lamenta Vigil—, pero mucha gente está más atraída por ese factor de entretenimiento que por los elementos deliberativos del debate”.

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