Washington.— Ocho minutos y cuarenta y seis segundos fueron suficientes para despertar a los Estados Unidos. Una rodilla de un policía blanco sobre un cuello negro, la indiferencia por una súplica que se ahogaba y unos últimos suspiros de vida gritando por la protección maternal. Los últimos ocho minutos y cuarenta y seis segundos de vida de George Floyd circularon por todo el mundo, grabados en vídeo y directamente incrustados en la retina de todos los estadounidenses, y se convirtieron en la resurrección de un movimiento por la igualdad racial todavía inexistente en Estados Unidos.

Con el país estaba deprimido económicamente víctima de la primera oleada de la pandemia de coronavirus, a finales de mayo se prendió la llama de un incendio que estaba por venir. La muerte de Floyd, tras ser arrestado en Mineápolis por intentar pagar con un billete falso, desembocó en la mayor oleada de protestas por la igualdad racial desde el 1968, las que surgieron como respuesta al asesinato de Martin Luther King.

La asfixia de Floyd en el asfalto bajo el yugo del policía Derek Chauvin era una imagen demasiado metafórica de la realidad racista del país. Las calles se llenaron de gente, en una catarsis colectiva inigualable, mucho mayores que las de hace un lustro con el nacimiento del movimiento Black Lives Matter. Resucitaron las mismas demandas de justicia racial, de fin de la violencia policial especialmente contra las minorías.

La violencia de las demandas se enfurecía a medida que aparecían más y más casos de abuso. Breonna Taylor era tiroteada en su casa después que unos policías asaltaran su casa por error. Ahmaud Arbery era baleado por unos hombres blancos que sospecharon del joven que solo hacía deporte en la calle, confundiéndole por un criminal. Meses después, Jacob Blake quedaba paralizado por los tiros de un policía mientras intentaba irse en su coche y haciendo caso omiso de un agente que le tiraba de la camiseta.

La necesidad de repetir los nombres de todas las víctimas se hacía más que necesaria. El clamor de las calles, totalmente insostenible tras años de desagravios, necesitaba gestos. Un renacer de movimiento por la justicia racial que en parte aguantó el tirón y ganó tracción al convertirse casi en un momento de revelación para muchos blancos, quienes parecieron despertar por un horror televisivo, haciendo que la ira fuera mayor, más visceral, que los símbolos fueran más necesarios que nunca, como si la empatía de repente despertara.

O, quizá, el momento de la verdad en un país totalmente polarizado, en un contexto donde el presidente que obligó a las fuerzas de seguridad a cargar contra los manifestantes para hacerse una fotografía ante un iglesia cerca de la Casa Blanca; un presidente que nunca mostró simpatía por las víctimas ni urgió a cambios sistémicos, negando que en Estados Unidos haya racismo; un presidente, que ya en la recta final de la campaña electoral a la reelección, no hizo ni el mínimo gesto para despellejarse de su imagen de xenófobo y pidió a grupos neofascistas que “estuvieran alerta”.

Estados Unidos entró en una etapa de revisionismo y memoria sin precedentes. Cayeron estatuas dedicadas a líderes de la Confederación y Mississippi cambió su bandera que todavía tenía símbolos confederados; equipos deportivos y marcas alimentarias suprimieron imágenes y logos racializados; se celebró Juneteenth y muchos estados lo convirtieron en feriado oficial; se redescubrió la literatura de James Baldwin y tantos otros escritores negros; los libros de ensayo sobre raza, antiracismo y privilegio blanco dominaban semana tras semana las listas de más vendidos; empresas se vieron forzadas a reconocer los pasados esclavistas de sus fundadores y comprometerse a mejorar en la “diversidad” de sus órganos de gobierno.

Las ligas deportivas pararon para exigir respuestas políticas. La plazuela delante de la Casa Blanca pasó a llamarse “Black Lives Matter Plaza”, con un mural pintado en el suelo con ese lema. Joe Biden, por entonces candidato a la presidencia del país, elegía a Kamala Harris como acompañante de fórmula electoral, la primera afroamericana en aspirar a un cargo que finalmente ejercerá a partir del 20 de enero.

Las manifestaciones más masivas en medio siglo exigían reconocer los nombres de todos los muertos por el racismo sistémico (¡Say their names!, gritaban), en un ejercicio de memoria y reivindicación. Los choques violentos y disturbios se multiplicaron, y renacían cada vez que, como siempre, no había castigo penal suficiente para los agresores.

Igual que en 2014, el fenómeno mediático del Black Lives Matter ha terminado desvaneciéndose. La presencia de grupos neofascistas y supremacistas blancos en Washington para “defender” al presidente Trump ante el “robo” electoral terminó con enfrentamientos con activistas antirracistas y el ataque a iglesias afroamericanas, quitándoles pancartas en favor del movimiento de justicia racial mientras ondeaban banderas en favor de la policía.

Y mientras, el racismo sistémico sigue. Todas las tasas y cifras demográficas y económicas siguen siendo desfavorables a las minorías raciales; la llegada del coronavirus ha sido un ejemplo más, demostrando una incidencia de mortalidad mucho mayor en estas comunidades que en las blancas no por un asunto genético, sino por una estructura social que les hace más vulnerables.

“No podemos aumentar la equidad racial sin erradicar la supremacía blanca; no podemos arreglar el racismo anti-negro y anti-marrón que sustenta las políticas y decisiones que impulsan la contratación, las hipotecas, las redes de transporte, el acceso a WiFi, la educación y la acumulación de riqueza”, escribía hace poco la columnista Michele Norris, en el Washington Post, quejándose de la negación de gran parte de la población de aceptar que existe un “privilegio blanco” en la sociedad estadounidense, donde el valor de una vida blanca es mayor que la de una negra..

“[Se] Requiere un reinicio completo y el compromiso de dejar ir las cosas a las que la gente se aferra, consciente o inconscientemente, porque vivir la vida con ventajas tiene sus ventajas”, reclamaba a sus pares blancos.

El ánimo de que algo pueda pasar en la raíz es ínfimo. La confianza en el cambio es poca, y el país también está dividido en ese aspecto. Una encuesta de Pew Research de octubre señalaba que el 48% creía que habría grandes cambios en el país, pero más de la mitad (51%) creía que no. un 46% apuntaban que la vida de los afroamericanos no va a mejorar tras las protestas y resurgimiento del movimiento Black Lives Matter.

Todo eso, a pesar de que la mitad de la población confiesa que el país no ha hecho lo suficiente como para garantizar que los negros tengan los mismos derechos que los blancos en el país. El aumento en esa creencia es de solo 4 puntos en comparación a hace un año (de 45% al 49%).

La exestrella de baloncesto reconvertido en activista Kareem Abdul Jabbar escribía tras el resurgimiento de las protestes que “el racismo en Estados Unidos es como el polvo en el aire: parece invisible, aunque te atragantes con él, hasta que dejas que el sol entre. Entonces lo ves por todos lados”. Los casos de Floyd, Taylor, Arbery, Blake y tantos otros permitieron demostrar por enésima vez que el racismo sigue claramente en la sociedad; otra cosa muy diferente es que el país vaya a hacer algo para sacar ese polvo y dejar el país limpio de racismo, más allá de símbolos y gestos sin cambios profundos.

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