Una nata en el cielo, donde el sol es difícilmente visible; una sensación de mareo y dolor de cabeza, ojos irritados y personas con mascarillas por todos lados. En Beijing, una de las ciudades más contaminadas del mundo, es un paisaje común.

Desde 2013, cuando el norte de China quedó envuelto en una densa nube de esmog durante más de 20 días, que obligó al gobierno a pedir a la gente no salir a las calles, se inició una guerra en contra de un enemigo silencioso y mortal: la polución que, de acuerdo con un estudio de la Agencia Internacional de Energía (IEA, por sus siglas en inglés), publicado en junio de 2016, puede asociarse hasta a 2.2 millones de muertes prematuras y a la reducción de la esperanza de vida en 25 meses.

Ese mismo año, el Ministerio chino del Medio Ambiente señalaba en un informe que “materias químicas, tóxicas y nocivas provocaron numerosas situaciones de emergencia en el agua y la atmósfera y algunos lugares cuentan con ‘pueblos con cáncer’”, un tema del que se habló durante mucho tiempo, pero que hasta ese momento no había sido reconocido oficialmente.

En 2015, otro estudio de físicos de la Universidad de Berkeley, Estados Unidos, calculó que alrededor de 1.6 millones de personas morían cada año en China a consecuencia de males cardiacos, pulmonares o derrames cerebrales relacionados con la contaminación aérea, especialmente las llamadas partículas sólidas suspendidas, o PM2.5 (que pueden penetrar fácilmente el sistema respiratorio).

De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS), que mide la concentración anual de PM2.5 y que considera cualquier nivel por encima de los 25 como inseguro, la ciudad más contaminada del mundo se ubica en Irán (Zabol, con 217 PM2.5), mientras que Beijing ocupa el sitio 57, con 85 PM2.5.

A nivel país, de acuerdo con el Green Data Book 2016 del Banco Mundial (BM), que se basa también en la concentración anual de PM 2.5, Emiratos Árabes Unidos ocupa el primer lugar en contaminación, seguido por China, una nación donde las ventas de mascarillas y purificadores de aire se han convertido en un gran negocio.

Según los estándares chinos, un Índice de Calidad de Aire (AQI, por sus siglas en inglés), menor a 100 PM2.5 significa un día con buena calidad de aire.

Apenas empezar este año, se decretó alerta roja —la máxima en una escala de cuatro— en 25 ciudades en el norte y este del gigante asiático debido a los niveles de polución, previendo que en algunos puntos se alcanzaran concentraciones de hasta 300 PM 2.5. Declarar esta alerta implica restricciones al tráfico vehicular, de actividades —incluyendo suspensión— en escuelas, así como en industrias y obras de construcción. En noviembre pasado de nueva cuenta hubo alerta roja.

La dependencia de la industria del carbón (en 2015 representaba 64% del consumo energético), del petróleo y derivados, además de la deforestación, explican en buena medida la crisis en la que se encuentra China. En 2014, las autoridades de Beijing anunciaron un Plan Quinquenal para mejorar la calidad del aire que luego se replicó en otras ciudades y que incluía la reducción del consumo de carbón en hogares e industrias, la apuesta por el uso de energías renovables como la solar y la eólica e incluso el retiro de la circulación de vehículos gubernamentales.

En octubre pasado, coincidiendo con el Congreso del Partido Comunista en el que fue reelegido como secretario general el presidente Xi Jinping, el ministro de Protección Ambiental, Li Ganjie, destacó que entre 2013 y 2016 la densidad de PM 2.5 cayó 33% en la región Beijing-Tianjin-Hebei, en el noroeste del país, una de las más contaminadas. El objetivo, a marzo de 2018 es reducir en al menos 15% el nivel de PM2.% en esta zona.

También existe una campaña de inspección medioambiental para comprobar que las empresas estén reduciendo emisiones de gases contaminantes. El uso de bicicletas y de vehículos híbridos forma parte del plan. El año pasado el BM aprobó un préstamo por 500 millones de dólares para los proyectos de aire libre de Beijing.

La transformación de China en un gigante económico explica en parte un cambio por el que el gobierno firmó los Acuerdos de París, mientras otro gigante, Estados Unidos, optaba por retirarse, pero, al mismo tiempo, presenta dos grandes desafíos: cómo conciliar las ambiciones ambientales con las del avance económico y cómo pagar medidas ambientales que son costosas.

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