San José.— Enfrentada a una ola de homicidios —un niño de 11 años fue asesinado el domingo anterior en un pleito entre narcotraficantes— y a un creciente temor social, Argentina aceleró esta semana el paso para transitar y avanzar con rapidez por la misma ruta seguida en el siglo XXI por México, Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua, Colombia, Venezuela, Ecuador o Perú: militarizar la seguridad pública para combatir al narcotráfico.

Sin llegar siquiera al final del camino, la experiencia latinoamericana y caribeña mostró que la militarización fracasó en su meta de contener, arrinconar y derrotar a los mafiosos y que, por el contrario, el narcotráfico creció, se multiplicó y terminó por arrastrar a numerosos militares hacia las redes de la corrupción… atraídos por millonarios sobornos.

La crisis por el contrabando de drogas en Argentina se agravó en el siglo XXI, pero rompió fronteras por un sorpresivo hecho que alteró la madrugada del 2 de marzo anterior en la norcentral ciudad argentina de Rosario: un ataque de dos pandilleros en motocicleta a un comercio de los suegros del futbolista argentino Lionel Messi.

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Los atacantes dispararon 14 veces contra el supermercado Único, de los argentinos José Roccuzzo y Patricia Blanco, progenitores de Antonela, esposa del jugador, y dejaron una amenaza en un mensaje en un papel dirigido al jugador que, entre otras cosas en referencia al narco, advirtió: “Messi te estamos esperando”. Aunque las alarmas por la incursión de las mafias de drogas ilícitas resonaron en los últimos 20 años en Rosario y otros sitios de ese país, la sola mención de Messi y el asedio a sus suegros provocaron que los focos de atención política, militar, policial, judicial, gubernamental, legislativa y federal se concentraran sobre esa ciudad, donde nacieron el futbolista y su esposa.

El presidente de Argentina, Alberto Fernández, ordenó el 7 de este mes el despliegue de mil 400 efectivos militares en la provincia (estado) de Santa Fe, a la que pertenece Rosario, y alegó que “son las Fuerzas Armadas de nuestra democracia”.

Tras evocar el “modo ejemplar” con el que esas unidades militares actuaron en la pandemia del coronavirus, explicó que “irán ahora con la misma honestidad, destreza y convicción en socorro de una ciudadanía que las necesita”, con la instrucción de “fortalecer la convivencia social y la seguridad democrática”.

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Al elogiar al gobernante, el ministro de Seguridad de Argentina, Aníbal Fernández, proclamó que “es imperioso que nos metamos en cada lugar y nos metamos hasta el hueso. Hemos traído [a Rosario] fuerzas suficientes como para actuar en cada uno de los lugares”. El factor militar, no obstante, se afianzó desde el siglo XX en un sensible doble juego —odio y admiración— en Argentina. La sociedad argentina quedó colapsada por la dictadura militar que gobernó en esa nación de 1976 a 1983.

Por un lado, surgió el repudio a la herencia principal del régimen castrense de más de 30 mil detenidos-desaparecidos y graves violaciones a los derechos humanos con el alegato de estar en guerra contra el comunismo internacional y sus guerrillas. Argentina sufrió una honda herida socioeconómica, institucional, cultural y política que golpeó a varias generaciones y legó impunidad.

Por el otro, emergió la alabanza de los sectores derechistas y conservadores hacia los militares por impedir que en Argentina se instalara el comunismo.

El envío de “divisiones del Ejército” a Rosario “es un hecho grave”, advirtió el (no estatal) Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), de Buenos Aires y de defensa de los derechos humanos. La rápida movilización “muestra el fracaso político para resolver con seriedad la violencia urbana y la limitación a un abordaje punitivista del problema”, alegó. Tras recordar que “la violencia no se reduce con acciones espasmódicas e improvisadas”, planteó que “el despliegue de fuerzas de seguridad federales fue una moneda de cambio político entre el gobierno nacional y las provincias. A esta lógica, ahora suman a las fuerzas armadas”.

“Se envía a las fuerzas armadas a destinos en los que no deberían intervenir, en contextos para los que no están capacitados y en donde el sentido de sus funciones es poco claro”, aseveró.

El escenario se complicó con otro infanticidio. Máximo Jerez, argentino y de 11 años, fue asesinado el 5 de este mes en el barrio Los Pumitas, de Rosario, por un clan de sicarios oriundo de esa urbe que, desde un automóvil y en una reyerta con una pandilla rival, disparó contra un inmueble, hirió mortalmente al menor y lesionó de gravedad a otros tres (de dos a 13 años) argentinos.

De enero a marzo de 2023 hubo cuatro menores asesinados en Rosario, con 33 en 2022 y en una ciudad que alcanzó 64 homicidios en 69 días de este año, todos argentinos, según cifras oficiales.

Los vecinos de Los Pumitas se lanzaron el lunes a las calles a vengar a Máximo y, sin éxito, intentaron destrozar búnkeres o escondites de los distribuidores de drogas.

“Él fue acribillado. Es inocente. No tiene nada que ver con esta violencia”, narró Antonia, una argentina que se identificó como tía de Máximo, en declaraciones al diario Clarín, de Argentina.

“No nos callemos. Salgamos a pedir justicia. No demostremos miedos. (…) Tenemos que levantarnos por nuestros seres queridos. Yo me pregunto: ¿el que mató a mi sobrino tiene hijos? Si estuvieran en nuestro lugar, ¿no les dolería el corazón si le sacaran a un hijo? No queremos más chicos muertos. No queremos más Máximo”, recalcó.

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