Espiar se ha vuelto una actividad muy barata. El desarrollo de la tecnología y la gran cantidad de detectives desempleados hacen una mala combinación.
La red está abarrotada por empresas que ofrecen todo tipo de servicios violatorios de la intimidad: intercepciones telefónicas, grabación de audio y video, fotografía y rastreo de personas, identificación de hablantes, transcripción y edición de conversaciones.

Los precios son ridículos, si se compara con el daño que pueden hacer esos materiales. 5 mil pesos si se trata de una conversación telefónica entre “gente importante”. Diez mil pesos más por manipular y editar las voces. Cien mil por todas las conversaciones realizadas durante un mes. La mitad por una copia de los correos electrónicos; 25 mil por los mensajes de texto y posts de la persona en las redes sociales.

Vivimos la era del bazar donde se subasta la privacidad de las personas y los postores llegan a pagar cifras generosas cuando se trata de peces gordos de la política o la empresa.

Frente a la avalancha de espionaje hay poco que hacer. El desarrollo de las tecnologías no se detendrá y, en breve, cuando nos encontremos viviendo en la era del internet de las cosas —cuando las sábanas y las paredes, la ropa y los muebles sean capaces de transmitir información sobre el comportamiento humano— nuestra intimidad habrá fatalmente desaparecido.

Sin embargo, la demanda por información no es infinita. Cabe prever que hay un punto donde el interés morboso muta y se vuelve indiferencia.

En México no nos encontramos lejos de esa frontera. En el último año los medios han compartido abundante material espiado que no ha tenido consecuencias. Las grabaciones entre los empleados de OHL y ciertos funcionarios públicos son un buen ejemplo. Hace unas cuantas semanas fueron escándalo y hoy ya nadie se acuerda de aquella tormenta.

Cuesta igualmente trabajo recordar las escuchas telefónicas que, durante la época de campaña electoral, relacionaron a ciertos candidatos con operadores del narcotráfico. Y está casi borrada la charla entre el presidente consejero y el secretario ejecutivo del INE, que a tantos ofendió.

En efecto, la saturación produce indiferencia y también olvido. Ese es el límite, prácticamente el único que hoy enfrenta el espionaje.

(Sobra decir que el Estado contemporáneo no cuenta con capacidad para perseguir a todo aquel impedido por la ley para practicarlo).

Quienes también tienen un papel relevante en este asunto son los medios de comunicación. No limitan, pero modulan la potencia con que irrumpe la información.

El periodismo es cernidor. No es lo mismo una grabación —real o truqueada— que se sube a la red, que otra divulgada por un diario, una cadena de televisión o un portal acreditado.

En esto como en otros temas los medios noticiosos hacen lo mismo que el curador de los museos: califican autenticidad y la calidad de la pieza de información; argumentan para hacerla creíble o señalarla como chatarra.

No resulta lo mismo haber obtenido la noticia vía twitter que haberlo hecho a través de las páginas de un diario con reputación nacional.
Mientras en el primer caso el dato debe ser tomado como rumor, en el segundo esa pieza de información se convierte en algo más serio.

Por esta razón es que las audiencias serán cada día más exigentes con el oficio de los periodistas para curar —para corroborar y verificar— la información obtenida mediante espionaje.

Hoy es tema crucial para valorar el trabajo de un medio su capacidad a la hora de probar la autenticidad de grabaciones, videos, textos y material fotográfico.

ZOOM: si la conversación entre el gobernador de Sonora, Guillermo Padrés, y el senador Ernesto Ruffo fue cierta, estamos ante un problema gravísimo de corrupción. En caso contrario nos hallamos en presencia de un periodismo mal hecho.

@ricardomraphael

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