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Desde el secreter de papá

24/06/2017 |00:51
Redacción El Universal
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Usurpo su silla y en el íntimo espacio de su secreter, esbozo un apunte sobre mi padre.

Siempre me asombró que mi padre llegara a ser quien fue. Su historia singular me parecía imposible, porque yo era afortunada en tener un padre por tantos años y él lo había perdido a los dos. Fue el menor del matrimonio Lavín Riaño, que emigrara de Santander a Tapachula por el sueño del café en plena Revolución Mexicana, pero el sueño quedó trunco cuando mataron a mi abuelo Miguel, y el pequeño que llevaba los nombres de sus padres —Miguel Ángel— esperó el regreso imposible de su padre en la estación de tren en la capital, pues fue después que le revelaron su muerte. Cuando la viuda Ángela y sus cuatro hijos se mudaron a la Ciudad de México, donde estaba el resto del apoyo familiar, el anhelo del bienestar cafetalero se volvió un pasado ajeno y los hermanos —Isabel, Francisco y José Lis— más temprano que tarde apoyaron a su madre viuda.

Cuando mi padre contaba que no acabó el bachillerato y le iba bien vendiendo medias de nylon en las oficinas, trabajando en la papelería Helvetia y luego en la cervecería Modelo como supervisor de ruta (nos lo presumía en una foto donde su sonrisa y su porte lo distinguían), nos asombraba que hubiera llegado a fundar negocios prósperos primero con su hermano José Luis y luego por su cuenta (siempre con la creatividad de mi madre y el manejo de taller de mi tío Juan). Nos asombraba que del niño que un día dejó sus zapatos afuera de una casa donde les pagarían por pulir un piso y al salir darse cuenta que se los habían robado, se volviera la cabeza de Antil, que ocupó un lugar en la moda peletera mexicana (y en las Navidades de sus hijos) por su estilo y calidad. Todos en la familia tenemos una atadura con el olor a cuero que fue la tierra fundacional de los Lavín Maroto.

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Sólo hace unos años (nunca es suficiente el tiempo para conocer a nuestros padres) me contó que había ido a los 10 años caminando, desde su casa, en la Juárez, a la Estación Colonia para recibir a los niños de Morelia. Tenía un amigo hijo de republicano y compartía sus ideas. Tal vez ya estaba escrito que aquella muchachita espigada que salía de la Academia Hispano Mexicana y vivía en el barrio se volvería el amor de su vida. Mi madre, Charo, cuenta cómo se le iba el aliento cuando miraba a aquel hombre guapo afuera de una miscelánea y cómo le sorprendió que la volteara a ver, no se creía (y todavía le cuesta trabajo) saber que era y es una mujer de una elegancia y belleza muy originales.

Mis padres hicieron pareja, se llamaron bichos entre sí, fundaron una marca, mi mamá modelando algunas cosas, después diseñando prendas y escaparates que se comentaban en los periódicos, tuvieron tres hijos y tres nietos y a todos nos enseñaron el gusto por los espacios gratos, los viajes, la mesa, el arte, la importancia de los amigos y la calidez de las reuniones.

Mi padre (Miguel Ángel, Mike, Señor Lavín y hasta Señor David, para el que nunca supo pronunciar su apellido) tenía madera de fundador, era gozoso de la vida, honorable y sabio, era un faro y reconocía sus equívocos; un hombre para conversar sobre el país y el mundo, el futbol y lo profundo, y al que me era imprescindible consultar las decisiones importantes. Sabía ser padre a pesar de no haber disfrutado al suyo, a lo mejor por eso lo era tanto, conocía el valor de la amistad, de apoyar a los suyos, de la lealtad y la palabra. Tenía una agudeza, un ingenio e inteligencia veloz y de palabra, un humor que nos hacía olvidar sus prontos de enojo de los cuales después se arrepentía.

Tanto tiempo de tenerlo nos dio el privilegio de pensarlo para siempre allí. Su partida nos está haciendo encarar una última lección; una oportunidad de dolorosa sabiduría.

Durante los difíciles días de hospital, que no hubiéramos querido que fueran los últimos de su vida, sobrevivió a una hemorragia severa después de haber librado el shock séptico. En ese momento, uno de los doctores salió y dijo: “Estamos sorprendidos, su papá es un roble”. Sí, papá amaba la vida y a los suyos, y era un roble. Así me gusta pensar en él: como un árbol de fronda generosa cuya sombra nos sigue cobijando.