Cuando se prolongan en exceso las esperas democráticas de justicia y bienestar, cuando se incumplen las promesas reiteradas de progreso y desarrollo, cuando se tiene advertencia de lo que pudo ser y no fue, de lo que hemos perdido y de lo que no debió haber sucedido, surgen ineludiblemente el malestar, la decepción, el enojo, la frustración, el miedo y toda una gama de emociones que movilizan nuestra conducta tanto individual como colectiva, y condicionan nuestras expectativas sobre nuestro propio destino. Pero además, la incertidumbre económica y las contingencias que de ella se derivan, estimulan la percepción de una suerte de engaño y abandono por parte del gobierno, lo cual a su vez genera sentimientos de vulnerabilidad e impotencia. Visto todo ello en su conjunto, se pueden entender mejor las tensiones sociales que ha vivido el país en esta primera semana del año. Han sido demasiados los agravios acumulados.
Un inicio de año confuso y convulso que no vivíamos en México desde 1994, cuando el levantamiento del EZLN en Chiapas precipitó la crisis del fin de ese sexenio. Recordemos: un poco después, en marzo de ese mismo año, mataron a Luis Donaldo Colosio; en septiembre a José Francisco Ruiz Massieu y en diciembre vino la debacle económica. Aquel fue un año terrible. ¿Será acaso este el inicio de la crisis final del actual gobierno?
Las reacciones inmediatas que tuvo el aumento en el precio de la gasolina, por ejemplo, no deberían interpretarse como un hecho aislado, producto solamente de una relación lineal, simplona, de causa y efecto. Tampoco como si se tratara tan sólo de un asunto de manipulación en las redes sociales y de vandalismo generalizado, espontáneo o inducido. Ambos son graves en sí mismos. Pero pienso que la realidad que puede explicar mejor lo ocurrido es más compleja. Tiene raíces profundas. No es nada más asunto de provocadores, que seguramente los ha habido. Hay un hartazgo generalizado por tanto engaño y una crisis de credibilidad ante las explicaciones oficiales, incapaces de incorporar en su discurso las vivencias y las genuinas preocupaciones de la gente. La narrativa del gobierno no transmite y no convence, por eso no apacigua, al contrario, exacerba. Se ha perdido la eficacia del diálogo, de la discusión y aún la de la controversia.
La reacción de la clase política frente a la movilización popular, salvo excepciones, resultó ser todo un espectáculo. Por momentos pareció más un desfile de carnaval que una discusión parlamentaria: acróbatas, saltimbanquis, amazonas, contorsionistas, payasos, prestidigitadores y, claro, domadores. La argumentación racional quedó desplazada. El lenguaje utilizado es interesante, pues refleja los errores conceptuales que luego se trasladan a la praxis política.
Ciertamente no es tarea fácil examinar, con las luces de la razón, lo que ha ocurrido en nuestro país en estos primeros días del año. Pero parece que lo que predomina en la esfera pública, son las sombras de un discurso mal construido, con justificaciones que no impactan porque no mitigan el daño. Creo que en algún lado se ha perdido la conexión entre la ciudadanía y sus gobernantes. En parte, quizá, porque estos desdeñaron su propio carácter democrático, es decir, sus compromisos con el pueblo que los eligió. Por supuesto que el pueblo también tiene el derecho a equivocarse (aunque no sea este el caso) y no siempre tiene la razón, a pesar de lo que digan las consignas populistas. Pero además, la ventaja para este, es que en una democracia siempre podrá rectificar en una elección posterior. Por eso es conveniente reconocer al perdedor como un interlocutor válido, pues mañana puede llegar a ser gobierno.
Ciertamente la política ya no es lo que fue, pero el problema es que el descontento social no se agota en una reflexión nostálgica. El malestar sale a la calle y se expresa de muchas maneras. Frente a las frases huecas o ante preguntas abiertas que seguramente pretendieron —con poco éxito— inducir alguna reflexión que atenuara la crítica, un sector estimable de la prensa escrita ha mostrado su independencia y su fortaleza. No han sido pocas las plumas que han analizado lo ocurrido (hasta ahora) con rigor y han esgrimido sus argumentos con elegante contundencia. También ayuda escuchar, sin descalificar de antemano, algunas voces de la calle. Son los mismos males de siempre, nos dicen, con razón, sectores cada vez más amplios de la población: la corrupción arriba y la impotencia abajo.
El malestar, pues, va más allá de lo que pueden ocasionar los precios internacionales del petróleo y la fuerte devaluación que ha sufrido nuestra moneda, factores que explican en buena parte el alza en el precio de la gasolina. El malestar, incluso, va más allá de las actitudes hostiles del Sr. Trump hacia México, que ya no son solo temores sino acciones concretas (Carrier, Ford, General Motors, Toyota), a las que pronto se sumarán otras (el muro, las deportaciones, el TLC).
Por cierto, si el camino escogido en este rubro es, como parece, el de la sumisión ante el autócrata, la estrategia no funcionará. Con el único mexicano con el que hasta ahora ha mostrado públicamente interés en reunirse el Sr. Trump es con Carlos Slim, y este fue muy claro: el mejor muro que puedes construir es ayudando a que se generen más empleos en México, le dijo sin cortapisas. Por lo visto no ha logrado convencerlo. Pero hizo bien en plantearle ese y otros asuntos que tienen que ver con la política proteccionista que pregona, la cual —sentenció el ingeniero— acabará por encarecer el costo de los productos norteamericanos. Para quienes estén interesados en saber qué piensa Carlos Slim sobre algunos de estos temas, les sugiero ver la entrevista que concedió hace algunas semanas a Blooomberg TV. Vale la pena. (https://mobile.twitter.com/BloombergTV/status/804378290513276928/video/1 )
Para concluir esta nota, conviene recordar que el malestar con la política no es solamente un fenómeno local. Tiene, desde luego, matices que son propios de la cultura y del contexto en el cual se expresa, pero forma parte de esa modernidad que ha transitado hacia un “tiempo líquido” que tan lúcidamente ha explicado el sociólogo Zygmunt Bauman: una época de incertidumbre, más flexible, más voluble, en la que las estructuras sociales no perduran el tiempo necesario para consolidarse, y en la que el poder y la política encuentran con frecuencia caminos separados. La política se ha vuelto cada vez más un espectáculo, por eso avanzan los liderazgos populistas. La cultura del consumo y del entretenimiento, por su parte, propicia que el deseo de tener y la decepción por no tener vayan de la mano y se planteen, ambos, como derechos sociales. El entramado es pues, complejo, y las soluciones no parecen sencillas.
Presidente del Consejo del Aspen Institute en México