Más Información
Con regalo en mano, morenistas llegan a posada en el Pedregal; “No es una fiesta lujosa, es una reunión entre amigos”
Rosa Icela Rodríguez se reúne con senadores; asegura que México no será tercer país seguro ante ola de deportaciones
Además de Rutilio Escandón como cónsul en Miami; ellos y ellas van a representar a México en Jordania, Nuevo Orleans y Calexico
Senado aprueba reforma que regula y protege a trabajadores de plataformas digitales; pasa al Ejecutivo
Senado inicia discusión de reforma que regula plataformas digitales; deberán garantizar derechos y evitar abusos laborales
Niños golpeados en las escuelas, insultos raciales escritos en los aparadores, los baños, los muros, los autos. Twitter Moments reunió las denuncias de agresiones físicas y verbales que cientos de personas llevaron a las redes sociales luego del triunfo de Donald Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos.
Un hombre blanco se acercó a una mujer de “aspecto mexicano” y le gritó: “No puedo esperar a que Trump nos pida que violemos a tu gente y los enviemos de regreso detrás del mayor muro que vamos a construir. Regrésate al infierno, espalda mojada”.
A una adolescente mexicana que viajaba en un autobús las alumnas de una escuela privada le dijeron: “Debes ir sentada en la parte de atrás del camión, digo, Trump es el presidente”.
A una familia afgana, una vecina que llevaba 27 años viviendo en la misma calle le dijo: “Llegó el momento de que se larguen a su país”.
El mundo es otro. Pero los hechos son los de siempre. El escritor Stefan Zweig recuerda que semanas antes del triunfo de Hitler nadie creía que fuera posible la mínima parte de lo que sobrevino: los intelectuales se burlaban del estilo ampuloso del canciller; los periódicos, “en vez de prevenir a sus lectores, los tranquilizaban todos los días diciéndoles que aquel movimiento… se derrumbaría irremisiblemente”. En Alemania y fuera de ella todos banalizaban, ridiculizaban la persona, el poder creciente de Hitler.
Un día antes de la elección, Hitler era visto como un agitador de cervecería que nunca llegaría a constituir un peligro serio. Incluso el día en que se convirtió en canciller se le consideró “un mero episodio”, “un depositario provisional del cargo”. Hasta los judíos creían que el canciller tendría que deponer “la vulgar actitud de un agitador antisemita”.
Todo fue subiendo de tono. En marzo de 1933, las tropas de asalto del partido nazi arrastraron a abogados y jueces judíos a las calles y los sometieron a humillaciones públicas. Al mes siguiente se decretó un boicot contra negocios judíos, en cuyas puertas se pintaron estrellas de David y se estampó la palabra “judío” como un escupitajo. “No compre a los judíos”, “Los judíos son nuestra desgracia”, se leía en los muros.
A continuación se dejó en los empleos públicos únicamente a los arios. Los maestros que no lo eran fueron despedidos. Los diversos cuadros del partido nazi marcharon por las calles entonando consignas antisemitas. La gente, cansada de la inflación, el desempleo y el abatimiento social, se unió a las marchas, eufórica.
Pronto se prohibió que los niños judíos asistieran a los museos, las escuelas públicas y las albercas. Se llegó a prohibir incluso que sentaran en los bancos que había en las calles.
A mediados de 1938, el gobierno alemán expulsó del país a 17 mil judíos, que se quedaron en la frontera con Polonia durante semanas enteras, a campo abierto y a merced del hambre y de la lluvia, porque este país se negó a recibirlos.
Todos sabemos lo que ocurrió después: el hijo de uno de aquellos expulsados atentó en París contra un diplomático alemán. En un enardecido discurso, el ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, manejó el asunto como una conspiración judía: un atentado encaminado a aniquilar al pueblo alemán.
Esa noche, los nazis recibieron la instrucción de destruir hogares y comercios judíos. Incendiaron más de 200 sinagogas, allanaron hogares, más de siete mil comercios fueron saqueados y destrozados.
Ni la policía ni los bomberos intervinieron. La violencia de la Kristalnatch o “La noche de los cristales rotos” se prolongó hasta bien entrada la mañana siguiente: 30 mil judíos fueron arrestados y enviados a campos de concentración.
Zweig escribe que el mundo entero miraba todo aquello como si atestiguara un sueño. “Estábamos convencidos de que la inhumanidad tenía una medida que acabaría de una vez para siempre ante la presencia de la humanidad”, relató.
Más tarde tuvo que escribir un libro, sin embargo, que demuestra que la inhumanidad no se termina nunca: que todo lo realizado puede ser destruido y todo lo que sucede parece prescrito (el libro se llama El mundo de ayer).
El Holocausto que comenzó La noche de los cristales rotos provocó la muerte de seis millones de judíos.
Entiendo que el mundo es otro. Pero el odio siempre es el mismo. Escribo, simplemente, para no olvidarlo.
@hdemauleon
demauleon@hotmail.com