Difiero de mi colega Michael Dirda, quien afirma que la correspondencia entre Paul Auster y J.M. Coetzee, Here and now. Letters 2008–2011, (Penguin, 2013), nos brinda el placer de estar en su cultivada y sofisticada compañía. Ambos novelistas, uno muy convincente (Coetzee, que en tarasco se pronuncia cuitzeo y ganó el Nobel en 2003) y otro no tanto (Auster, quien se autoproclamó “el más francés de los escritores neoyorquinos”), son desde luego personas sofisticadas y cultivadas pero ello no es suficiente para sostener una correspondencia sabrosa. Me aburrí leyéndolos. Prefiero las polémicas arregladas por correo electrónico que han armado los franceses (Badiou vs. Finkielkraut y Houellebecq vs. B. H. Lévy) pues nada iguala a la sobreactuación ideológica propia del hexágono.

Auster y Coetzee se amistaron en un festival de literatura de esos que ahora abundan y tuvo lugar en Australia, donde vive el Nobel sudafricano y transitan por una envidiable zona de confort, de buena onda y reflexión superficial sobre algunas cosas. Francamente, no se me antojó invitarlos a proseguir su diálogo con un último trago o café en mi estudio de Coyoacán. Debo releer a Auster o al menos actualizarme con sus últimos libros para juzgarlo con justicia y, en cuanto a Coetzee, aunque me irrita cierta mala leche envidiosa en su trabajo como crítico, lo cual es frecuente —a mayor celebridad mayores humores biliosos— concuerdo en que es uno de los grandes novelistas del nuevo siglo.

Empecemos por el formato. Contra lo que pudiese suponerse el más joven (lo es Auster, siete años menor que Coetzee) es el misoneísta del dúo. La correspondencia empieza a la antigüita, con papel y tinta. Luego pasa, ya en pleno auge del correo electrónico (al cual recurren las esposas, una de ellas la escritora Siri Hustvedt de Auster, que se hicieron amigas junto a sus maridos, práctica muy habitual entre anglosajones), al fax.

(Alguien debería apiadarse del fax y dedicarle unas paginitas: profetizado por Jules Verne, había tecnología para masificarlo 50 años antes de su fugaz aparición pero a nadie le interesó hacerlo. Dominó el mundo sólo un lustro y el correo electrónico barrió con él. Yo tuve uno que ni tiempo tuve de instalar. Pero parece que los servicios secretos lo rehabilitarán, pues a diferencia de la red, tiene fama de impenetrable).

De fax en fax van desgranando sus asombros Auster y Coetzee. Por su edad y por la amplitud de sus ambiciones, que incluyen el cine, Auster es el discípulo entusiasta y Coetzee, el templado maestro. Uno, menos consagrado, viaja más; el otro es más hogareño y menos snob. A ambos les gusta von Kleist e Italia. La experiencia sudafricana de Coetzee propicia que haga apuntes interesantes sobre Israel, país visitado por Auster, con los típicos prejuicios y dilemas del judío liberal neoyorquino, quien habiendo perdido la esperanza de tantos en los dos estados como solución, especula con la idea, defendida por el finado Tony Judt en The New York Review of Books a fines de aquella primera década del siglo, de hacer de Israel y Palestina un sólo Estado laico. Mala e irrealizable idea, le dice Coetzee. Sería crear una Bélgica en Medio Oriente con dos facciones armadas hasta los dientes. Y pese a que la vida diaria de palestinos e israelíes semeja a la vivida bajo el Aparthied, Coetzee dice que pese a que hubo tropas sudafricanas combatiendo la intervención cubana en Angola, a la salida negociada de Mandela y De Klerk contribuyó, desde luego la caída del muro de Berlín, pero sobre todo la lejana importancia geopolítica del extremo sur de África.

No pocas páginas de su correspondencia las dedican los escritores a los deportes. Auster es beisbolero fanático y erudito y se arriesga al intento de convertir a su (para mí) insólito credo a Coetzee, quien lo arrea por caminos más espesos y diserta sobre cómo y cuándo los ingleses hicieron del deporte algo numéricamente cuantificable. Según él, no cita su fuente, lo que hoy llaman soccer, ya en 1800 tenía reglas similares a las actuales, lo cual lleva a Coetzee a preguntarse si los números como signo público de victoria o derrota no serán también una consecuencia de la Ilustración, tema que hubiera apasionado a Raymond Queneau, digo yo. Pero el caso es que ni siquiera el mundial de Sudáfrica entusiasmó lo suficiente a Coetzee. A Auster sí y yo sé por qué: mientras que el soccercentrista se enorgullece de su monolotría, el aficionado al beisbol, militante de una secta circunscrita a los Estados Unidos y al Caribe (aunque los orientales intenten imitarlo, como al tequila), siente deseos de universalizarse. Fracasa con frecuencia y acaba hablando no de fut, sino de la corrupción en la FIFA, la cual le es indiferente al pambolero de corazón.

Al final, dirán ustedes, no resultó tan aburrido el libro o lo platiqué suave, modestia aparte. Pero volviendo a mi habitual actitud circunspecta, diré que lo único que subrayé de la correspondencia entre nuestros amigos es su actitud ante la crítica. Auster (quien siempre se encuentra con Charlton Heston en situaciones inverosímiles) tiene un feo crítico de cabecera al cual pinta como un papanatas reincidente en publicar críticas miserables y rastreras contra su obra. No da su nombre. Hace 20 años escribía para Los Angeles Times. Una vez, su amigo Richard Ford le presentó a su archi deturpador en un coctel. Auster meditó algunos segundos si debería, como lo hacía Norman Mailer, darle un gancho al hígado. Y como los Mailer no se dan en maceta, Auster frenó su ardor y lo castigó con el látigo de su desprecio. El maestro Coetzee lo felicitó por su templanza, porque, como ya lo decía, si no me equivoco, Faulkner, un novelista nunca debe rebajarse a responder el ataque malicioso de un crítico.

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