Más Información
Avanzan en comisión de San Lázaro reformas a leyes secundarias para elección judicial; oposición denuncia violaciones constitucionales
¡Que no se te pase tu registro! Pensión Mujeres Bienestar de 63 a 64 años, ¿cuándo es el último día?
Claudia Sheinbaum: "Dialogaré solo con el pueblo, la oposición la atenderá la Secretaría de Gobernación"
"Tómbola judicial" debería dejarse sin efecto; Jufed condena la insaculación de magistraturas y advierte sobre sus consecuencias legales
Comisiones del Senado alistan aprobación de reforma energética; busca asegurar servicio eléctrico y proteger recursos estratégicos
Texto y fotos actuales: José Antonio Sandoval Escámez
Diseño web: Miguel Ángel Garnica
El aguador fue un personaje indispensable en la vida cotidiana de la Ciudad de México desde el virreinato hasta fines del siglo XIX, pues cumplía con la misión de llevar agua a las casas que no contaban con un abastecimiento del líquido a través de tuberías.
El líquido llegaba a la ciudad a través de los acueductos que desembocaban en la caída de agua de las fuentes públicas como las de Salto del Agua, la de Tlaxpana o la de la Villa de Guadalupe, algunas de ellas aún las podemos observar, desde ahí la cargaban a los hogares de los alrededores que no contaban con agua corriente.
El aguador era uno de los personajes en los que más confianza tenía la ciudadanía, o por lo menos así se relata en el libro Los mexicanos pintados por sí mismos, obra del siglo XIX, editado por M. Murguía: “el aguador es comedido, entregado al trabajo, casi siempre buen padre y no tan peor esposo, pasa la mitad de su vida con el chochocol (que era un cántaro grande y redondo de barro cocido y vidriado que llevaba en la espalda), emblema de las penalidades de la vida, y la otra mitad semi-beodo (borracho), pero sin zozobra y sin accidentes”.
Con el chochocol a sus espaldas, el aguador era el heredero de los antiguos cargadores indígenas, mejor conocidos como “tamemes”, quienes cargaban y repartían mercancías a lo largo de la ciudad. Era común encontrarlos alrededor de las fuentes con su pesado cargamento líquido y su cantarito delante.
También eran llamados “cuerudos” por su vestimenta, como la describe el historiador Antonio García Cubas en su Libro de mis recuerdos: “camisa y calzón de manta, calzoneras de gamuza o pana, mandil de cuero que pende de (una) valona o cuello de las misma materia”, además cargaba con un chochocol, donde transportaba el agua con la que comerciaba, éste lo llevaban a sus espaldas sostenido con una cinta de cuero de la frente.
Portaba un cucharón de madera con mango largo que, menciona García Cubas, “servía para alcanzar el agua de la fuente, cuando estaba bajo (el nivel del agua), y llenar el cántaro”; además con otra correa de cuero portaban un cántaro, más pequeño que el chochocol, también lleno de agua con el que compensaban un poco el peso que cargaban a sus espaldas, en su cinturón llevaba unas bolsitas donde guardaba flores de colorines, las cuales eran entregadas una cada vez que se realizaba un viaje o entrega de agua a la persona encargada de recibirla, así, dependiendo de la cantidad de colorines que mostrara era con los que hacia las cuentas de los viajes.
El aguador también tenía su día en el que era festejado: el 3 de mayo, Día de la Santa Cruz, el cual compartía con los albañiles. También festejaban el Sábado de Gloria, ya que antes la tradición era no bañarse durante la Semana Santa hasta el Sábado Santo, día en que se volvía a usar agua para el aseo personal.
Los aguadores tenían su reglamento
Este oficio tuvo tal auge e importancia a los largo de todas las fuentes públicas de la ciudad que en el año de 1850 el gobierno de la Ciudad de México tomó la decisión de reglamentarlo.
Este reglamento, llamado Reglamento de Aguadores, en su artículo primero obligaba a reunirse el 1 de diciembre de cada año a todos los aguadores de una fuente o toma de agua, para elegir a un representante que se le denominaba cabo; en su segundo artículo se exigía que todos los cabos eligieran un capataz por cada cuartel menor, y estos a su vez elegirían a un capitán por cada cuartel mayor y avisar de su elección al gobernador del Distrito Federal.
Todo aguador debía tener una patente; es decir, un permiso para ejercer este oficio, y un escudo de metal que lo identificara como aguador, el cual debía portar colgado de su pecho. En el reglamento del 16 de diciembre de 1850 se mencionaba en su artículo 4º que si no portaba el escudo sería acreedor a una multa entre dos a 12 reales.
Además se establecía que, si alguien ajeno al oficio usara la patente o el escudo para cometer un delito, tendría que pagar 12 reales de multa y “se le consignará a la autoridad judicial, para que lo juzgue conforme a las leyes y a las circunstancias agravantes del hecho”, según el artículo 8º de este reglamento.
El artículo 24 del Reglamento de Aguadores de 1850 establecía que era obligación de estos mantener limpia la fuente donde laboraban, además de sus inmediaciones y quien no cumpliera con esta obligación sería castigado con una multa de entre dos y hasta 12 reales.
En el mismo reglamento, en su artículo 16, se leía que el aguador podía pasar a otra fuente, siempre y cuando avisara a los cabos de ambas fuentes, y así mandar el aviso a los capitanes para de ahí llevarlo a la sección de policía correspondiente; pero el artículo 19 del reglamento también hacía referencia a que “si el aguador era cabo, capataz o capitán y decidía cambiar de fuente, dejaba (perdía) su cargo y quedaba como simple aguador en la nueva fuente”.
No cualquier persona podía llegar a una fuente y ser aguador, éste tenía que acreditar que conocía el oficio, además de que debía ser presentado y recomendado por otro aguador ante el cabo de la fuente en que quería trabajar, también el cabo debía llevarlo ante el capataz para que certificara, según el artículo 21 del Reglamento de Aguadores de 1850, “y para que fuese llevado al capitán quien lo presentaría en la sección de policía correspondiente, donde se le dotaría de su escudo y patente, con lo que podría ejercer” el oficio de aguador.
Pero no sólo tenían estas obligaciones, también había restricciones en cuanto a los lugares de donde podían tomar el agua, una de estas prohibiciones era que no podían sacar agua de casas que contaran con servicio de agua corriente, si así lo realizaban, debían dejar de hacerlo e ir a la fuente más cercana y trabajar desde ésta (art. 23); además, si en la ciudad ocurría un incendio, tenían la obligación de ponerse a disposición de las autoridades parar ayudar a sofocarlo (art. 27).
Bienvenidas tuberías, adiós aguador
La actividad de estos personajes fue disminuyendo hasta desaparecer conforme se generalizaba el servicio de agua a través de tubos en la capital a finales del siglo XIX en la época de Porfirio Díaz, al introducirse las tuberías y cañerías de plomo en la ciudad para la distribución del líquido.
Las reformas modernizadoras de la Ciudad de México y la sustitución de los acueductos de Santa Fe o Tlaxpana y el de Belén contribuyeron también a su desaparición. Del primero, Santa Fe, su demolición inició en 1879 para ser suplido por tuberías de fierro, las cuales empezaron a acarrear agua a partir de 1889. Además el agua comenzó a llegar directamente a las casas de toda la ciudad, ya no sólo a los conventos y casas de ricos. Y es a partir del 1893 cuando el agua empezó a llegar hasta las casas por gravedad.
Por esta razón, también muchas fuentes públicas que abastecían de líquido a las casas fueron demolidas o sólo dejaron de funcionar para este fin y permanecieron en sus lugares, como aún las podemos ver fuera del Metro Chapultepec y en los extremos de lo que queda del Acueducto de Guadalupe y de Belén, este último sobre avenida Chapultepec. Sin fuentes de dónde tomar el agua para vender la desaparición de este oficio fue inminente pues ya no eran necesarios para los vecinos.
Parecería que este oficio, tal y como se describe, se ha extinguido, pero con el crecimiento de la ciudad la infraestructura no es suficiente y la calidad del agua que llega directo a las casas no es tan confiable.
En décadas recientes han surgido empresas que embotellan agua purificada para comercializarla en condominios y tiendas comerciales, así como en establecimientos especializados que la ciudadanía compra en botellas o garrafones para beber y cocinar.
Por ello, muchas veces requerimos del servicio de los repartidores de agua, modernos “aguadores” que cargan los pesados garrafones hasta la puerta de los hogares capitalinos, ya sin los antiguos y redondos chochocoles, sino en pulcros recipientes de plástico con asas para su fácil movilidad, de diferentes marcas e incluso calidades del agua, por lo que ya no es necesario filtrar y después hervirla para tomarla, sino que con un simple destapar de botella se puede tomar un vaso de agua o utilizarla para cocinar u otra necesidad de consumo.
También se puede decir que la confianza que se le tenía al antiguo aguador ha perdurado a través del tiempo con los modernos aguadores, ya que se les permite la entrada a los hogares “hasta la cocina”. Son ellos quienes nos ayudan a colocar el pesado garrafón en su soporte para poder servir el fresco líquido y saciar la sed de esta gran ciudad.
Además, aún conservan su fiabilidad, ya que en muchos casos son los informantes de la sociedad, son ellos quienes se enteran, durante sus recorridos, de las noticias más frescas y las novedades de la colonia o barrio donde vivimos.
Hoy han vuelto a ser en muchos lugares un personaje indispensable en la ciudad y quienes con su andar firme cargando admirablemente dos o más garrafones a cuestas nos recuerdan a esos antiguos “cuerudos” cargando su “chochocol”, ahora el barro ha cambiado a plástico, las fuentes a grandes empresas purificadoras y el reglamento ha desparecido para quedar sólo un acuerdo de confianza.
Fotografía antigua: Archivo EL UNIVERSAL y Colección Villasana-Torres.
Fuente: El Universal Ilustrado 7 enero 1926; Los mexicanos pintados por sí mismos, editado por M. Murguía; Colección de leyes y decretos publicados en el años de 1850; Historia de la hidráulica en México: Abastecimiento de agua desde la época prehispánica hasta el Porfiriato de Patricia Peña Santana y Enzo Levi.