Porfirio Muñoz Ledo

Silva-Herzog el heterodoxo

18/03/2017 |02:11
Redacción El Universal
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Los días corridos desde la muerte de Jesús Silva-Herzog Flores, en el trafago de la polémica desatada por el gobierno federal contra la Constitución de la Ciudad de México, me ha impedido formular una reflexión sobre el personaje político desaparecido. Apenas dos años menor que yo, conviví con él tardíamente, pero aprendí el significado del papel que desempeñó en los momentos más difíciles del período post-revolucionario, previos a la adopción del dogma neoliberal.

Jesús pertenecía simultáneamente a dos mundos: el de la tradición progresista del país y el del ascenso de la clase tecnocrática a la conducción del gobierno por efecto de la deuda externa que nos ancló a los dictados de las finanzas internacionales. Funcionario probo y competente, hombre inteligente y ponderado, ostensiblemente carismático; fue acusado de vanidoso y aun de soberbio, porque su personalidad rebasaba el nivel promedio del estamento administrativo al que pertenecía. La memoria que de él guardo, es la de un político reflexivo, cordial y tolerante.

Su padre fue un analista acucioso de los grandes hechos y principios de la revolución mexicana. Presidió el comité que realizó los estudios que llevaron a la expropiación petrolera de 1938. Arropado por esa tradición, Jesús pudo haber sido un político exitoso en cualquiera de las vertientes del régimen político. Su vocación lo llevó a la economía y a la política hacendaria, pilares del desarrollo nacional en aquel entonces. Esa propensión integradora fue el hilo conductor de nuestra relación intelectual.

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Silva-Herzog pensaba que el progreso del país se fundaba en una armonía estrecha entre las finanzas públicas y los objetivos reivindicadores de sistema político. Algunas de nuestras conversaciones me recordaban una frase lapidaria del creador de la estirpe a la que pertenecía, Rodrigo Gómez: el progreso del país fue posible gracias a que los caudillos revolucionarios respetaban la necesidad de un equilibrio financiero y nosotros sustentábamos los avances nacionalistas y sociales del proceso revolucionario.

Jesús y yo transcurrimos nuestra juventud en dos esferas distintas porque nos separaba el talante compartimentado y envidioso de Miguel de la Madrid que, según un testigo insobornable de nuestra generación, se reunía un fin de semana con sus amigos del Banco de México y el otro con sus compañeros de la generación del Medio Siglo de la Facultad de Derecho.

Mi primera vinculación con Jesús fue con motivo de su nombramiento al frente del Infonavit, que fue una fusión entre un proyecto de vivienda del Banco de México y una exigencia de los trabajadores. Tuvo en ese cargo una actuación brillante, pero habíamos dos presidentes de la asamblea que nos turnábamos cada seis meses -José López Portillo y yo- lo que volvió nuestra relación complicada, ya que yo representaba la dimensión tripartita de la institución. Siendo él Secretario de Hacienda y yo Embajador de México en Naciones Unidas, sostuvimos posiciones distintas respecto de la crisis de la deuda, pero siempre entendió que se trataba de actitudes complementarias que finalmente favorecían la posición negociadora de México.

A Jesús le tocó lidiar con la nacionalización bancaria, responsabilidad que asumió con disciplina pero sin convicción. Transitó al exilio diplomático y habida cuenta de su oposición manifiesta a la política entreguista de Carlos Salinas de Gortari, quien fue su principal enemigo, los sectores progresistas pensamos en él como un candidato idóneo a la presidencia de la República. En 1994, viajé a Madrid para formularle nuestra propuesta. Traté de convencerlo durante muchas horas, pero él perseveraba en su idea de que la fórmula ideal para el gobierno del país era un presidente político y un vicepresidente económico. Entendí que había llegado a un acuerdo con Luis Donaldo Colosio.

La actualidad del pensamiento de Silva-Herzog resulta evidente. Frente a la dimisión incondicional de los intereses de los Estados Unidos o sostener una posición firme y negociadora en la cual la clase tecnocrática no fuera una correa de transmisión servil a los dictados del Fondo Monetario Internacional. Lo más paradójico de su biografía es que después de la renegociación del la deuda fue declarado el mejor ministro de hacienda del mundo y recibió homenajes de los más altos dignatarios norteamericanos. Ello le valió su desahucio político, cuando lo que había probado es que somos respetables cuando nos damos a respetar. Esa fue su gran lección política.

Comisionado para la reforma política de la Ciudad de México