Guillermo Sheridan

Smog a la mexicana

22/03/2016 |01:50
Redacción El Universal
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En teoría, uno respira aire, como todo animal que se precia de serlo. Un aire que está ahí nomás, sin preguntas ni teorías, ahí, flotando, etéreo, todo atmosférico y sin condiciones, gratis y popular, simpático y amable, desprendidamente generoso, cubriéndolo todo, tramitando aromas, repartiendo sonidos, informando temperaturas y compartiendo ondas y vibras, invisible.

Y sin embargo, en la Ciudad de México ese inicialmente gas ha degenerado en una contrahechura monstruosa. El aire es ya una mixtura inclasificable, una cosa ambigua de gas, polvo y bacterias; una cosa equívoca que es gaseosa y material al mismo tiempo y que, cuando llueve, se licúa en un destilado de chapopote y moco. Es más plasma que aire, menos etereidad que cosa: una hedentina que podría rebanarse y venderse por kilo. En el inaudito laboratorio de esta ciudad histérica hemos inventado un nuevo estado de la materia: el aire duro.

Al salir en la mañana se siente pronto en los parietales el madrazo pegajoso de ese sudoroso olor peso wélter. Técnicamente es un sólo gas con su nitrógeno y su oxígeno, testereado con su argóncito, con su pellizcadita de metanito, espolvoreado después con su heliocito y su neoncito, pa que amarre. Rico.

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Y no. En México respiramos hojalata y masticamos gasolina. Al salir de la casa, con sus olores más o menos domesticados, el gran simpático entra a territorio ignoto. Las anginas registran ipso facto una especie de aire-baba, un aire-puré. Las narices comienzan a clasificar la información abrumadora. Primero, el cotidiano karatazo del monóxido de carbono, jadeante y pringoso, ese olor grisáceo de los mofles pedorreantes, un hedor en forma de ganzúa. Después, el sensorio atisba floraciones de tungsteno y ozono, unas chispas eléctricas y zumbantes que chirrían. Luego de unos minutos, cuando el olfato finge acostumbrarse, detecta ese como eructo de hule derretido mezclado con grasa aceda de comal quemado. Eso abre paso a otro dominante, el olor a basura en fermento, a sudor agrio; una especie de carroña entre biológica e industrial que tiene un trasfondo de vómito, tíner y aerosol de cacomixtle.

Y para terminar, en el centro del cerebelo se reconoce el inconfundible golpazo del olor a drenaje, esa pasta reptante como plaga bíblica, ese olor que obliga a ver la apenas disimulada caca voladora, prima ballerina de la capital, que domina el espacio con sus graciosas piruetas rodeada por un corps de ballet de salmonella y monococos en tutú.

Vivimos abajo de una nube de halitosis. En una novela histérica que escribí hace añales, imaginé el día espantoso en el que la atmósfera del valle de México se colapsaría: “la nube de smog se espesó y reconcentró hasta cuajarse en una porosa masa fétida que tenía la apariencia, la textura e incluso la estructura molecular de una esponja marina”, escribí.

Esa esponja podía flotar a alturas variables sobre la mancha urbana, pero sin deshacerse nunca. La temperatura la hacía subir o bajar y la lluvia la regaba como si fuera una caja de arena, pero ni era lo suficientemente gaseosa para que la ventolera más fuerte la dispersase, ni lo suficientemente sólida para llevársela jalando con helicópteros. La gente volteaba hacia arriba y lo único que miraba era un close up a un gran mogote. La ciudad oscura tuvo que iluminarse con luz mercurial las 24 horas y la gente se acostumbró a vivir en un fulgor fungoso de color naranja sin día y sin noche, en una suerte de atardecer eterno.

Los ricachones construirían unas plataformas gigantescas a la altura de la esponja y, arriba de ellas, harían sus fraccionamientos y sus iglesias y sus centros comerciales y sus tiendas de yates (y echarían su drenaje a la ciudad de abajo…). Para paliar el descontento de los anaranjados, Holovisa pondría pantallas gigantes en las calles para transmitir en vivo el cielo azul más allá de la esponja, y pondría grabaciones pertinentes de pajaritos en la mañana y grillos y campanas en la tarde… Y así sucesivamente.

En fin. Atinarle al futuro apocalíptico no tiene chiste. Y mucho menos en México…