Hay infinidad de ejemplos a lo largo de la historia. La curiosidad científica como motor hacia descubrimientos que terminan por beneficiar a toda la humanidad. La inducción de la corriente eléctrica, la bacteriología, la invención de la radio, el desarrollo de vacunas …todo surgió de años de investigación y una curiosidad sin límites. Pero también en un entorno libre y estimulante.

Cuando esto escribo, no sabemos si han muerto en México 90 mil personas o más de 130 mil por Covid-19 y tampoco tenemos certeza de cuándo habrá una vacuna. Lo que sí sabemos es que, en la sesión del Senado que aprobó la extinción de 109 fondos y fideicomisos (que garantizaban la continuidad de presupuestos para ciencia y tecnología, cultura, atención a víctimas de la violencia, periodistas amenazados y defensores de derechos humanos en riesgo), participó Joel Molina, legislador morenista que murió cuatro días después por coronavirus. La urgencia por dar el golpe y hacerse de 68 mil millones de pesos derivados de la extinción pudo más que la emergencia sanitaria y pesó más que las cartas, argumentos y manifestaciones de cientos de científicos, investigadores, profesores universitarios y premios nacionales. Defienden a “ladrones” se les acusó en una mañanera. “A favor, cabrones”, les lanzó la morenista Lucía Trasviña a la hora de votar.

Releo al pedagogo Abraham Flexner (1866-1959), creador del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, en su ensayo “La utilidad de los conocimientos inútiles”. Cuenta historias como las de Clerk Maxwell y Heinrich Hertz que, sin objetivo utilitario alguno, desarrollaron las teorías que años después permitieron a Marconi la invención de la radio. Y la de Michael Faraday, que en 1841 logró la inducción de la corriente eléctrica después de años de estudio en la química, la electricidad y el magnetismo. Guiado por la curiosidad que le despertaban los enigmas del Universo, su diseño del primer motor eléctrico tuvo aplicaciones inconmensurables en la vida moderna. Aparece Carl F. Gauss, el matemático inventor de la “geometría no euclidiana” y de la “teoría de los números”, cuyas investigaciones permitieron el posterior desarrollo de la teoría de la relatividad. La “teoría de los grupos”, que divirtió tanto a sus creadores, es base de la teoría cuántica de la espectroscopia, y el cálculo de probabilidades fue descubierto por matemáticos interesados en la racionalización de los juegos de azar.

En lo que respecta a la medicina y la salud pública, hay múltiples ejemplos, como el de Paul Ehrlich, que decía “jugar” en su laboratorio cuando desarrolló la cura de la sífilis y la técnica de análisis de sangre que se aplica todos los días en miles de hospitales. Igual sucedió con Frederick Banting, quien descubrió la insulina aplicable a la diabetes. Toda la inversión en la ciencia bacteriológica argumenta el pedagogo, es nula comparada a las aportaciones de Pasteur, Koch, Ehrlich… que tuvieron la libertad de seguir el hilo de su curiosidad natural.

Flexner plantea un riesgo tan inquietante como actual: La reorganización de universidades para convertirlas en instrumentos utilitarios al servicio de un credo político o económico y la irrupción de quienes pretenden cuestionar la libertad académica. Pero el enemigo real, concluye, es quien trata de moldear el espíritu humano de manera que no se atreva a desplegar sus alas.

adriana.neneka@gmail.com

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